Los vientos de otoño soplaban un refrescante influjo de color que producía el revoloteo de las hojas. Poco a poco, hojas de todos los distintos tonos de naranja, rojo, y amarillo se desprendieron de los árboles y se acumularon en el suelo en una seca alfombra que recubría el bosque que rodeaba el pueblo de Manzanares.
Manzanares era un pequeño pueblo de unas mil personas que se distinguía por los parajes boscosos que le rodeaban. A sus ejes, surcaba un río que con los tiempos se había hecho menos caudaloso, pero que preservaba su encanto y su murmullo.
Eran los primeros días de octubre y eso significaba que el pueblo había de trabajar la cosecha de manzanas. Manzanares era famoso por la deliciosa fruta rojiza que producía al cierre del verano. Vendían más tipos, por supuesto, pero las rojas eran las favoritas tanto de sus vecinos como de sus compradores.
Todos los vecinos del pueblo contribuían con la siembra, recolecta, limpieza, el almacenamiento y la venta de las manzanas. Eran estas las que constituían la industria de la comunidad y todos debían de aportar a ella y con ella de igual manera. Hombres, mujeres, jóvenes, niños y niñas, hasta los mayores, ayudaban con la gran empresa y cumplían con sus obligaciones. Lo hacían con reniego y con denuedo, con alegría y con dolor, lo hacían de muchas maneras y todos lo hacían.
Aparte de trabajar las siembras de manzanas, los ciudadanos de Manzanares debían de cuidar sus propias ganancias, las cuales eran pagadas en manzanas, para así dar al tributo. Por consiguiente, cada familia estaba en la obligación de pagar con una manzana al tributo comunitario.
– ¿Hija? ¿Estás ahí? – preguntó Don Manzano.
– Estoy con los deberes, – respondió su hija de 8 años.
– Por favor, ve y recoge la manzana del tributo.
– Sí me ayudas como lo prometiste, – y lo dijo con una mirada de acusación inocente, – te ayudó.
Don Manzano se rio. A veces se sorprendía de la agudeza de su pequeña. A pesar de que ella perdió a su madre a los pocos meses de nacida y él nunca se había casado de nuevo, su hija asimiló bien los hechos y creció con sagacidad.
– Trato hecho, ahora ve, por favor.
La niña de Don Manzano corrió hacia el patio trasero y tomó una manzana de las cinco que su padre había dispuesto para entregar al tributo. Recogió la más grande, la más roja y la que le pareció la más jugosa. Sonrió con la complacencia que solo alguien de su edad sabia dibujar con un trabajo bien hecho. Mas antes de entrar, no pudo evitar notar que su vecino no tenía cinco manzanas; no, él tenía más, muchas más. Tenía 20 manzanas y había apartado una sola también. Pero a diferencia de ella, su vecino había escogido la más pequeña, la más verde y la que tenía pinta de ser la más insípida.
Molesta por lo que le pareció injusto, la pequeña de Don Manzano cambió de opinión y regresó la manzana grande, roja y jugosa y la cambió por la que le pareció la peor de las cinco. Atendiendo el llamado de su padre, regresó con la nueva manzana en mano.
– Hija, vamos, date prisa que dentro de poco viene el Señor Tributador.
La hija, de muy mala gana, le entregó la manzana a su papá quien vio el cambio de humor en su niña.
– Has cogido la peor.
Su hija guardo silencio.
– ¿Qué ocurre? – preguntó.
– ¿Por qué damos una manzana?
– Porque tenemos que dar una manzana.
– Pero solo tenemos cinco y si damos una manzana, nos quedamos con cuatro, – razonó la niña.
– Claro, pero todos damos para que todos tengamos.
Al ver que su hija no estaba del todo convencida, Don Manzano agregó:
– Tenemos que dar para que todos tengamos, de lo poco que damos tenemos que dar para ayudar a los que no tienen.
– Sí, pero… – y la niña se detuvo para meditar su pregunta en lo mejor que pudo.
– Sí, pero ¿qué?
– Pero, ¿por qué el vecino solo da una también? Él tiene más.
Don Manzano intentó comprender el razonamiento de su hija, pero no pudo. Desde que él era pequeño, el tributo de manzanas había sido así, aunque a los ojos de su hija, eso justificaba nada.
– Hija, es igualdad.
– Pero no es justo, respondió la pequeña con frustración.
– ¿Por qué no es justo?
– Pues porque si nosotros damos una manzana, nos quedamos solo con cuatro, pero si él da 1 manzana, él se queda con 19; ¡Él tiene más, él debería de dar más! – protestó la pequeña.
Don Manzano no supo que responder. No entendió la conclusión de su hija y rechazó la idea de que su propio retoño retase el concepto tradicional que sostenía a la economía del pueblo y a la gran industria de la manzana. Contrariado y enojado, frunció el ceño y la regañó. La reprendió y le exigió que dejase de pensar en tonterías.
– Hija, ¿sabes qué? Mejor termina tus deberes.
– Pero…
– No me cuestiones, – y su mirada la silenció.
Molesta, la pequeña marchó hasta su habitación y se lanzó sobre su almohada a ahogar su frustración.
Recompuesto, Don Manzano cambió la manzana y recogió la roja y más jugosa.
– Más le vale que se dé prisa, vecino; Tributador acaba de salir de mi casa y usted sabe que no le gusta esperar, – le advirtió el vecino de las 19 manzanas desde su patio.
Don Manzano, muy afable, inclinó la cabeza y sonrió. Seguidamente, salió corriendo hacia la puerta de entrada para entregar la manzana a Don Tributador, quien, con poca expresión, la tomó y la dejó caer sobre su cesta con el resto.
– Nos vemos en un mes, – dijo.
– Nos vemos en un mes, – respondió un Don Manzano feliz de poder cumplir con su deber.
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