Las tiernas personas que habitan felizmente este país sienten un profundo y sagrado entusiasmo por el deporte. Por disfrutar del deporte a través del televisor, se comprende. Qué extraordinarias y provechosas sesiones de intensa actividad física hemos llevado a cabo, históricamente, arrellanados dulcemente frente a la tele. Hoy, frente al flamante panel de setenta y cinco pulgadas —si su televisor es de menor tamaño, atienda bien, es usted irremediablemente un paria, un cero social a la izquierda, o peor aún: un pobre—. Qué magnífica y saludable tradición, la nuestra, la de contemplar con inflamado gozo y elevados aspavientos, y británica puntualidad, las grandes citas futbolísticas, los ínclitos torneos tenísticos, las trepidantes sesiones olímpicas, repantigados cómodamente en el sofá de tres plazas. Si esto no es verdadero amor por el deporte, apaga y vámonos, Mari Carmen. Ay, si hubiéramos rematado nosotros esa pelota… Pero ese tipejo es un zoquete, qué se le va a hacer.
Asimismo, se deshojan ahora románticamente las horas muertas del día mientras acariciamos con el dedo, como insignes necios entronizados en butacas, las pantallitas de los teléfonos. Dedicamos tardes enteras a consumir frenéticamente inacabables series de televisión, con la cautelosa provisión de tres cajas de galletas sobre las rodillas. Favorecemos a diario, con sorprendente tenacidad, un proyecto que desembocará, invariablemente, en una inevitable y trágica conclusión: la obesidad. Para alimentar una falsa imagen de vida higiénica, se fomenta el deporte virtual. Algunas personas se emperifollan a conciencia para la foto con destellante ropa deportiva, y a otra cosa mariposa, al bocadillo de panceta. La grotesca bola de nieve de la catástrofe desciende con alborozo montaña abajo, irrefrenable y salvaje, derribando a su paso los imaginarios obstáculos del autoengaño, y nos alcanza tarde o temprano, indefectiblemente.
“Algo habrá que cenar”, sublime y cotidiana sentencia, frase lapidaria de recio abolengo. Ahora bien: una manzana no, que aburre. Arroje usted con alegría seis kilos de rebozado en el hirviente aceite de la sartén, a las imprudentes once de la noche. Qué sería de un decente patio de vecinos sin el tradicional aroma, sin el sonoro crepitar nocturno de la fritanga. Y de postre —porque sin postre toda existencia se torna penuria—, medio kilo de helado en tarrina. Y a dormir. Se normaliza el sobrepeso, se aplaude, se vitorea, se arranca a bocados el estigma: cuídese usted de ofender a la parroquia, que le sacarán los ojos. Hemos pasado de la arruga es bella al michelín es hermoso. “Yo no estoy gordo, idiota, es mi constitución”. Sí, la del 78.
Asistimos perplejos al espectáculo creciente de una descomunal e inquietante cuestión de salud; no se trata de la conveniencia de atravesarse o no una oreja con un anillo de latón, es algo más serio. Sin embargo, nos preocupa incomodar con advertencias inoportunas, cuando lo que realmente debería imperar es la prevención de dramáticos problemas futuros, derivados del alarmante sobrepeso: diabetes, hipertensión, enfermedad coronaria… Salga usted a caminar una hora al día, aconsejamos tímidamente. Nos responden de inmediato con agria sonrisa: “Que camine, oiga usted, su santísima madre”.