Cuesta creer que a estas alturas de la película se siga juzgando de antemano a una persona por razones meramente infundadas. El prejuicio es como esa heridita tan impertinentemente ubicada que tanto cuesta curar, que no deja de sangrar y que en muchas ocasiones acaba infectándose. Cuesta verdaderamente asumir que la diferencia de sexo, en particular, se erija una y otra vez en barrera infranqueable, en abismo insalvable, en manantial abundante de robustas aprensiones. Se trata de un drama cotidiano —sería gracioso y pintoresco si solo surgiera muy puntualmente— que nos hace a algunos sonrojar con violencia, escenas singulares de comedia trasnochada y ochentera que se repiten día tras día en los ámbitos más cercanos, más familiares, y que intentaremos ilustrar aquí con brocha gorda y nuestra habitual torpeza.

José Luis —por tirar de nombre exquisito— ha llamado a la compañía telefónica para que le instalen por fin la fibra y así poder ver los partidicos de su equipo cómodamente arrellanado en su sofá de polipiel, y se ha presentado una persona de la empresa a primera hora de la mañana con la escalera al hombro y la taladradora en la mano: una chica, en concreto, debidamente acreditada, con un anillo atravesado en la nariz y dos mechones de color malva, y a José Luis se le han atragantado las dos olivas que estaba masticando: «Es completamente imposible, piensa José Luis, que esta muchacha conozca el oficio. Milagro será que no me taladre el frigorífico o la urna de la abuela». Ernesto franquea la puerta del avión y gira el cuello hacia la cabina por curiosidad, por ese amor secreto que profesa a la aeronáutica desde niño, y encuentra a una mujer a los mandos del aparato. Camina luego en busca de su asiento, sudando, pálido como un cadáver: «No vamos a despegar, piensa, aterrado, nos estamparemos contra la tapia. Estamos muertos». Resulta que al final sí que despegan, y Ernesto pasa todo el viaje, entre temblores, figurándose que la piloto revisa una revista de moda y masca chicle mientras se pinta las uñas, ignorando deliberadamente las lucecitas de alarma del panel. Angelita no quiere que su ginecólogo sea un hombre, y sus razones son firmes, inquebrantables, fundadas: no permitirá que un marrano hurgue en su cuerpo sacrosanto con esos dedos cochinos de hombre, no tolerará que un cerdo —que nada comprende de la anatomía femenina— la examine con ojitos lascivos. Don Emilio tiene un severo problema de hemorroides. El domingo, después de misa, se ha personado en urgencias con lágrimas en los ojos, rabiando de dolor, y cuando ha visto a la doctora, ha preferido reventarse las almorranas con un alfiler que ha encontrado en el suelo.

Los obstáculos que se oponen en un parlamento para aprobar determinados avances en igualdad son un chiste comparados con el sólido muro de prejuicios que todavía se yergue en la sociedad. Pero nos resulta más cómodo, más moderno, mucho más conveniente fingir amplitud de miras y sonreír con sorpresa y reprobación cuando advertimos las reticencias del vecino.