Los sucesos ocurridos en Mestalla y que han sido la comidilla de los medios informativos en estos días pasados, me mueve a una reflexión de urgencia sobre el problema del racismo. No solo en España, sino en general, sin esquivar el hecho de que comportamientos de esta naturaleza vienen siendo frecuentes en más ámbitos ciudadanos que en el de un campo de fútbol.
CORTOCIRCUITO CATEGORIAL
¿Somos racistas en España? Podría contestar hablando de mi propia experiencia, como ciudadano español adoptivo, de origen sudamericano. También en nombre de otras personas de mi condición o de rasgos raciales muy notorios que conozco. La respuesta sería afirmativa, aunque obviamente parcial o subjetiva. Las anécdotas, dolorosas en muchos casos, aflorarían aquí en un extenso relato plagado de agravios. Ciertamente, sería un relato a momentos surrealista y hasta difícil de encajar o creer. Porque que a mi hijastro, dominicano e inmigrante legal, lo confundieran con un migrante llegado en patera en una biblioteca pública de Lanzarote o que a su madre la maltrataran de palabra sin ningún motivo, excepto el de su condición de extranjera de piel oscura, en el consultorio de urgencias de esa isla canaria, en el autobús en esta ciudad levantina o en la fila del colmado de un barrio modesto de San Vicente, ya resultan cosas habituales y pecata minuta al lado de otras experiencias que nos asaltan la conciencia desde las páginas de los periódicos o las pantallas.
Mi filósofo de cabecera, Umberto Eco, es quien ha clavado el asunto de una manera muy coherente y a su manera persuasiva desde la inteligencia racional. En su opúsculo que bajo el título Cinco escritos morales recoge artículos y conferencias sobre temas tales como la guerra , el fascismo o la prensa, aborda el racismo bajo su verdadera esencia: la intolerancia.
Dice Eco, que al analizar las reacciones al fenómenos de las migraciones (a las que diferencia de la inmigración al ser una incontrolable como los fenómenos naturales y la otra controlable políticamente) hay que distinguir entre las que se producen por fundamentalismo o integrismo y las más profundas, arraigadas en la “intolerancia salvaje”, que nada tiene que ver con formulaciones teóricas, religiosas o pseudocientíficas (como el racismo nazi y el antisemitismo).
Algunos científicos, que se basan en test y otras experiencias aún no del todo probadas, afirman que nuestra especie es racista por naturaleza. Este sesgo cognitivo deriva de mecanismos ancestrales de defensa, es decir es una reacción de base biológica. Eco apunta que la intolerancia tiene esa característica y se manifiesta en los animales en la territorialidad, también en “reacciones emotivas a menudo superficiales: no soportamos a los que son diferentes a nosotros, porque tienen la piel de un color diferente, porque hablan una lengua que no comprendemos, porque comen ranas, perros, monos, cerdos, ajo, porque se hacen tatuajes…”. La intolerancia, afirma, es natural en el niño, que rechaza lo diferente o lo desconocido, así como es natural su deseo instintivo de adueñarse de todo lo que desea. Al tierno infante ha de educársele pacientemente para que respete la propiedad ajena, para que controle el esfínter, etc. Pero si bien al cabo del tiempo llega al control corporal, la tolerancia tarda o no llega nunca. Por lo que sigue siendo un problema permanente de los adultos, razona Eco: “Porque en la vida cotidiana estamos expuestos siempre al trauma de la diferencia”.
Todas las doctrinas de la intolerancia, el integrismo, el fundamentalismo religioso, explotan un fondo preexistente de intolerancia difusa. Desde la caza de brujas medieval, que tiene su origen en la Antigüedad clásica hasta el antisemitismo seudocientífico del S. XIX que sustenta en gran parte al nazismo, que deriva de los prejuicios de la Iglesia, todos tienen un trasfondo histórico en su evolución.
Pero la intolerancia más dañina no es la de doctrinas religiosas, políticas o de cualquier otra índole, sino la que surge de pulsiones elementales. Se basa, explica el filósofo italiano, “en un cortocircuito categorial que luego ofrece en préstamo a cualquier doctrina racista futura”. Y da un ejemplo concreto señalando que los albaneses que entraron en su país se convirtieron, algunos, en ladrones o prostitutas. De allí que para la mentalidad irracional del racismo todos los de esa etnia o nacionalidad son ladrones o prostitutas. Algo parecido ocurre cuando nos atracan o nos roban en cualquier país que visitamos como turistas. Pero hay más: “la intolerancia más tremenda es la de los pobres, que son las primeras víctimas de la diferencia. No hay racismo entre ricos. Los ricos han producido, si acaso, las doctrinas del racismo, pero los pobres producen su práctica, mucho más peligrosa”.
Educar a la tolerancia a los adultos, opina este pensador, es inútil e irrelevante. “La intolerancia salvaje se ataja de raíz a través de una educación constante que empiece desde la más tierna infancia, antes de que se escriba en un libro y antes de que se convierta en costra de conducta demasiado espesa y dura”.
Por lo tanto, a la pregunta de si somos un país de racistas, yo contestaría que tal vez somos bastante intolerantes. Nos cuesta escuchar al otro que es diferente en ideas, color de piel o cultura. Observen a nuestros políticos, cómo piden nuestro voto, como anteponen su interés o sus rencillas personales o ideológicas al bien común. O sea al nuestro. Lo hemos visto ante sus reacciones a este lamentable episodio de racismo en el que algunos, muy notorios, se han puesto de perfil o han adoptado una actitud negacionista.
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