No hay plan más estimulante que ejercer el santísimo derecho al voto en verano, un domingo —santísimo también— a cuarenta grados, o a cincuenta, llegado el caso. Los tarritos de gel hidroalcohólico, vestigios terribles de una reciente pesadilla que sigue tozudamente enraizada en las entrañas —como la comida dominical en casa de la suegra o la cuota de autónomos—, son sustituidos por botecitos de aftersun. Empapados en sudor, con las débiles sonrisas que nos pinta en el rostro ese desdibujado concepto de la fiesta democrática, nos abocamos sobre la urna con la tórrida papeleta entre los dientes. Vote usted, ciudadano ejemplar, vote usted en conciencia y con el corazón, y, preferiblemente, vote usted a los buenos, es decir, a quien yo le sugiera.
El niño llora porque quiere entrar en el colegio electoral con el cubito de arena, la palita en una mano y la pilila al aire. Pero se impone el rotundo respeto a las instituciones: que llore el niño, si no hay más remedio. Alcanzar la bendita urna no es tarea sencilla. Tiene uno que ir mirando dónde pisa, tiene uno que conducirse con tiento y delicadeza, pues debe sortear a las personas desvanecidas por el soponcio, por el exceso de calor, que yacen desparramadas y sin concierto a un lado y a otro como en los campos de Troya. La niña, curiosa e inoportuna por naturaleza, pellizca a papá en la nalga y le pregunta a voz en grito si ha votado a los suyos, a esos que iban a cambiar el mundo, a los que tienen la llave del progreso, y papá, delatado, enrojece violentamente y titubea. Se establece un silencio sepulcral, y escuchamos a la chicharra desgañitándose, adornando la escena con su suplicio. «El voto es secreto», masculla un concurrente acudiendo al rescate, muy malhumorado, es decir, muy de izquierdas. Precioso aforismo. Pero hay más, y se recogen graciosamente en el nutrido acervo español. El de las tetas y las carretas, por ejemplo.
Irrumpe la vecina del segundo en bikini, exhibiendo carne impúdicamente. Tres meses lleva sin comer fritanga para preservar la línea, y mira tú por dónde qué ocasión tan a propósito para lucirse. «Los comicios son cosa seria y no admiten frivolidades», apunta una señora arrugando el entrecejo, ebria de hiel y pundonor. «Y la salud, la salud también», replica otro, boquiabierto, la baba colgándole de la comisura. Llega Txapote al colegio electoral, suenan los clarines, se despepita la chirula. Se interroga a don José Luis, el panadero, miembro entrañable y respetado de la comunidad, sobre el sentido de su voto, y él, con afable y enigmática sonrisa, responde que va a votar al candidato que no miente. Estallan las carcajadas. Se ríen hasta los de la mesa.
A las puertas de los colegios, grupitos de exaltados abuchean o aplauden a los votantes dependiendo de su afinidad ideológica: el vestuario ayuda a identificar con precisión el bando. Se divide a la concurrencia, grosso modo, en fascistas y pelagatos. Uno quiere creer que son las altas temperaturas, que es este severo sol de injusticia el que achicharra los cerebros. Uno quiere creer, pero es en vano. Vote usted, admirable ciudadano. Ejerza usted su libre derecho al voto estival. Celebre usted con nosotros esta singular fiesta de la ardiente democracia. Y ármese de valor, de sombrillas, de abanicos y de cucuruchos. A ser posible, de enormes bolas.
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