Si bien es verdad que la angulosa silueta de las urnas todavía no se destaca con nitidez en el brumoso horizonte, y que, de los comicios por venir, el premio gordo, es decir, las generales, aún se encuentra a más de seis tiros de piedra, no es menos cierto que la procesión ha arrancado ya sibilinamente desde la plaza y recorre con calculado paso las calles de la villa, costaleros célebres de la más negra demagogia. En este período interpapelétum —tan graciosos nos creemos—, la maquinaria de las diferentes campañas progresa adecuadamente. No ha tenido tiempo el ciudadano de despojar de arena las sandalias, no ha logrado siquiera desinflar la colchoneta, pero ya puede percibir, bajo el balcón, cómo la turba menea el triangulillo de metal, cómo se agitan las campanillas.

El runrún de las reiteradas promesas —falsas como el abrazo de una suegra—, la cantinela festiva del pueblo democrático, una vez más, ha comenzado a tomar la ciudad. Se despliegan, por un lado, las conservadoras y tozudas gaviotas y, por otro, la bermeja ideología de la rosa, roja como el rojo y bullicioso infierno. En medio y en alegre desorden, abriéndose paso a tímidos codazos, sesenta candidaturas más de partidos emergentes. Vote usted a voleo. De nuevo, las derechas ceñudas y las izquierdas enfurruñadas, agrupadas a su pesar en nutridas cuadrillas. Otra vez a sacudirse sopapos en el cuadrilátero amoroso del sufragio. Escasea la tinta con que rellenar las columnas de prensa. La tinta y el talento. Objetividad periodística la que yo te diga, José Luis.

Cómo disfruta el contertulio de bufanda en esos debates eróticos y futurólogos sobre la intención de voto. Se frota las manos con tal vehemencia que podría reinventar el fuego. Los gráficos afrodisíacos de vivos colorines lo hacen sudar voluptuosamente. De mayor queremos ser analistas. Y si nos llega, si brincamos la nota de corte de la FP, politólogos. La noche electoral —cuánto queda, José Francisco— se parece bastante a aquella velada de la entrañable Sabrina, la del incidente mamario, inefable suceso cincelado en piedra en el recuerdo del español medio. El seguimiento en tiempo real del recuento de votos, con sus vaivenes vertiginosos, con su trasiego de porcentajes, provoca más taquicardias que una sobredosis de pastillitas azules.

En cuatro días volverán, no las oscuras golondrinas, sino los cara a cara de los postulantes. En cuatro días, las pretensiones de cada corriente ideológica, los escuderos desfilando ordenadamente por los platós bajo eslóganes mediocres y manidos de campaña: unos con el ciego propósito de esculpir en mármol la figura del insigne gobernante actual para que se perpetúe —para que mantenga la elasticidad de su poder, que escribiría Víctor Hugo— como la gárgola torva de una catedral; otros con el ansiado objetivo de aupar al áureo trono a un nuevo y moderado mesías que libere al país de toda penuria y borre, urgentemente, las huellas encarnadas del manirrotismo; otros con la orgásmica determinación de partir la patria en mil pedazos —en mil pedazos más—, fijando el precio de las judías, de los condones y aun de la libertad: permite que yo te sugiera, amigo mío, lo que tienes que pensar. Y los minúsculos grupos espontáneos que surgirán, como un efervescente sarpullido —¡Parderrubias existe!, pongamos por caso—, buscando hacer su agosto al grito pelado y enarbolado de su nacionalismo regional, tan conveniente, tan oportuno, tan empapado de chantaje. En cuatro días, revuelo y adrenalina. Hay que ser un loco, señora mía, para perderse esta fiesta alborozada de coloridas papeletas.