A propósito de esa arcaica ultraderecha, sus cansinas y previsibles boutades y las medidas ilegales y del todo inoperantes de regresión social con las que sus representantes gustan de martillearnos la cabeza con tal de no soltar el foco de atención, debo decir que somos muchos y cada vez más quienes encontramos realmente molesta esa exageración interesada que practican los sectores más irresponsables de la política y los medios de comunicación sobre el supuesto poder de esta secta de iluminados cuya relativa influencia se halla en estos momentos en pleno retroceso. Deberíamos recordar, como bien se dice ahora, que aquello de lo que no se habla no existe. Pasadas ya las elecciones, consolidado un gobierno y habiendo iniciado este partido una lenta pero irreversible descomposición, sería éste un buen momento para dejar atrás la estrategia del miedo y empezar a aplicar la estrategia de la ignorancia y el silencio sobre ellos, persiguiendo además con la ley en la mano toda apología del odio y la discriminación en cualquier nivel de la esfera pública. Por simple cuestión de imagen, nacional e internacional, y también por el cuidado de nuestra higiene mental.
Como mujer trans por naturaleza y libre elección, me he volcado en los últimos años en ejercer la lucha por los derechos LGTBI, en principio porque me interesa aprender, y también porque creo en toda lucha por el bienestar del ser humano y, en este caso, por la consecución de los derechos sociales que aún le falta conseguir a nuestro colectivo trans para equipararse en plenitud a los del resto de la ciudadanía. En principio me preocupó el advenimiento de esta derecha casposa y sus delirios totalitarios, entre los que se incluye el privar de nuestros derechos a mi colectivo, tanto los que aún nos faltan como los ya conseguidos, en un vano intento de hacernos volver a un armario al que, por mucho que ellos y muchos otros quisieran, nunca vamos ya a regresar. Pero con el tiempo me he dado cuenta de su inoperancia, de la cada vez más patente soledad en la que se mueven y de la casi total falta de respaldo a sus planteamientos reaccionarios, excepto por el apoyo de aquellas formaciones que se unen a ellos coyunturalmente por puro y simple oportunismo político.
No quiero que se tomen mis palabras por un intento de banalización, tengo muy claro que esta gente durante algún tiempo puede aún molestar y hacer mucho daño. Porque lo cierto es que en virtud de la doctrina de odio al diferente que propaga esta formación política, tanto la violencia y su apología como los crímenes de odio contra las personas LGTBI están sufriendo un repunte en los últimos años. Y esta culpa es tanto de ellos y de las formaciones que les apoyan como de esas clases populares educadas en la ignorancia y el adocenamiento que buscan en nosotros un chivo expiatorio para su grisura cotidiana. En fín, quede claro que LGTBI no es sinónimo de pacifismo o de poner la otra mejilla y, si se nos toca, venga de donde venga esta agresión, utilizaremos los medios necesarios para defendernos.
Dicho esto y dejando a un lado a esta ultraderecha oopart, existe otro problema sobre el que quiero llamar la atención. Inmersos como estamos en esta sociedad de ignorancia y polarización, la comunidad LGTBI tenemos a nivel político un enemigo que en la práctica puede hacernos mucho más daño pero del que no se suele hablar, porque ese enemigo no es otro que nosotros mismos.
Porque a pesar de que en España nuestro activismo LGTBI es un movimiento fuerte e integrado en la sociedad y al que debemos grandes logros y avances en nuestros derechos y naturalización, en los últimos años una gran parte de él se ha visto infectada por una deriva dogmática hacia objetivos políticos que en nada tienen que ver con nuestras exigencias y reclamaciones como colectivo. Siempre he tenido claro que la lucha por los derechos LGTBI debe ser un movimiento social y político que trabaje y se enfoque ante todo en los derechos y bienestar de las personas. Por lo tanto no creo en ningún “activismo” polarizado ni plegado a ningún partido político o ideología, como no creo en un sirviente que sirva a dos amos. En los últimos tiempos he podido ver más de una vez nuestras reivindicaciones tergiversadas, silenciadas o pospuestas hipócritamente por subordinación a la conveniencia electoral o estratégica del partido o ideología de turno. Como activista y persona LGTBI no puedo aceptar, me niego a aceptar este estado de cosas.
Para estos sectores polarizados de nuestra comunidad, nuestra condición de personas LGTBI nos debería obligar a asumir pública y acríticamente todo el pack ideológico que representan determinadas fuerzas políticas y rechazar frontalmente a otras, actitud que naturalmente no comparto en absoluto, aunque esta profesión de mi libertad personal e ideológica me convierta en una hereje contra ese conjunto de cargantes reglas no escritas que se supone conforman para ellos el “manual del buen LGTBI”: separatismos varios, guerracivilismos, hermanamiento con otras “culturas” que en sus países encarcelan, torturan y ejecutan a las personas LGTBI – sí, a nosotros-, un animalismo y un antitaurinismo que comparto plenamente pero no precisamente a causa de mi condición de persona LGTBI… naturalmente hay mucho más, y quienes me leéis con toda seguridad tenéis claro lo que hablo. Por lo que a mí respecta ejerzo mi libertad de expresión y pensamiento: respaldo y asumo buena parte de estas ideas, otras para nada y otras como que me dan igual. Pero las mantengo y apoyo en el plano personal, no las mezclo con la lucha LGTBI simplemente porque ni tienen nada que ver ni es una actitud práctica para la consecución de nuestros objetivos.
Tampoco es una actitud práctica esa “interseccionalidad” ahora tan de moda, adoptada como excusa y herramienta perfecta por ese activismo “oficial”, y que consume el tiempo y las energías de nuestros colectivos en esas mismas luchas y reivindicaciones de otros grupos e ideologías que no tienen nada que ver con nuestro fin primario de integrar y apoyar a todas las diversidades de género y orientación. La dispersión no es operativa, la especialización sí lo es, dejando aparte la incuestionable utilidad de alianzas puntuales. No hay más remedio que elegir, porque tiempo no es precisamente lo que nos sobra. Resumiendo: ni las personas LGTBI ni nuestra lucha somos propiedad de nadie ni debemos transigir en que sea manejada por nadie más por que por nosotras mismas.
Siguiendo en esta línea, no deja de producir repugnancia a toda persona de bien la miserable utilización como moneda de cambio político que se está produciendo en nuestro país con los derechos, reclamaciones y reivindicaciones de la ciudadanía trans por todo tipo de fuerzas políticas e ideológicas, incluído también ese sector politizado y oportunista del activismo LGTBI del que venimos hablando, y que ahora juega la carta mediática de congraciarse con las vertientes más radicales, mesiánicas y tránsfobas de un movimiento feminista cuya adhesión ellos buscan como oportuno caladero de votos. Últimamente se escucha mucho en estos sectores del “activismo” LGTBI un “necesario acercamiento de posiciones con el feminismo”, y para conseguir sus fines más de uno se ha atrevido ya a cuestionar en público los derechos y reclamaciones más básicas e irrenunciables de nuestra comunidad trans erigiéndose osadamente como nuestros “representantes”, cuando únicamente representan a sus propios intereses en contra de los nuestros. Nos queda muy claro que para estos arribistas, que no activistas, del movimiento LGTBI las personas trans somos considerados “minoría sacrificable”.
Como mujer, feminista y persona trans, me opongo frontalmente a que ningún autoproclamado “representante de los derechos LGTBI” emprenda por sí mismo ningún pretendido y falso “diálogo” de guardarropía con esta nefasta vertiente transexclusionista del feminismo. Las TERF (Trans-Exclusionary Radical Feminist) son un cáncer social y es así como hay que tratarlas, un cáncer que mancha tanto al movimiento feminista como a cualquiera que lo considere un interlocutor válido, un feminismo al mismo y bajo nivel de esa ultraderecha con la que tantos puntos guarda en común. Como feminista creo en la unión de todas las mujeres, en la lucha diaria, en las conquistas sociales y en la consecución de aquellos derechos concretos que consigan mejorar y equiparar de verdad la vida y el bienestar de todas las mujeres, sin ningún tipo de exclusión. Ni la hipocresía ni el arribismo nos representa a las mujeres ni al movimiento LGTBI, ni nunca lo va a hacer.
Ahora y más que nunca es necesario un replanteamiento del activismo LGTBI, una limpieza y saneamiento indispensables que nos hagan recuperar nuestra naturaleza de movimiento social libre y protegido de todo intento de manipulación interesada y oportunista. También es indispensable una verdadera unidad en la búsqueda de una serie de líneas básicas de coherencia que marquen nuestras exigencias y reivindicaciones específicas fuera de toda influencia política o doctrinaria, sin ningún tipo de servilismo ni concesión a las directrices de ninguna formación política o movimiento ideológico que intente utilizarnos o actuar de forma invasiva sobre nosotros. También es absolutamente necesario abandonar ese activismo endogámico al que solemos estar acostumbrados. Debemos abrirnos a la sociedad, visibilizarnos, tender puentes y educar a la ciudadanía sobre nuestra existencia, verdad y condición, sobre el nuevo paradigma social que las personas LGTBI representamos y sobre los beneficios de la verdadera convivencia e integración. En resumen, dejar claro que los derechos humanos no son una moda pasajera en la historia de la humanidad.
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