Guillermo Cabrera Infante (1929-2005) fue uno de los escritores más críticos de la Revolución Cubana, en el exilio. Un exilio al que se vio forzado tras haber sido uno de los intelectuales orgánicos más destacados del régimen castrista, llegando a ocupar importantes cargos en los medios de comunicación, principalmente en instituciones propagandísticas tales como el Consejo Nacional de Cultura, del que fue director, ejecutivo del renombrado Instituto del Cine y subdirector de Revolución, el actual Granma, a cargo del suplemento literario Lunes de Revolución.
Su delito no fue por “bailar el chá-chá-chá” (título de uno de sus libros) sino de haber sido considerado desafecto a la revolución tras haber sido autor junto con su hermano Alberto (“Sabá”) de un corto en el que recreaba la vida nocturna habanera antes de la Revolución. Tal como el mismo lo definiría después, se convierte en “un exiliado interno”, desempleado, pese a ser elegido como vicepresidente de la Unión de Escritores y Artistas. Su carrera se detuvo “y en vez de exiliarlo a Siberia”, es  enviado a un puesto diplomático menor en Europa y acaba definitivamente cuando al regresar a Cuba debido a la muerte de su madre, es detenido por la policía política de Castro acusado de actividades subversivas o contrarrevolucionarias. Cabrera buscó refugio en la España de Franco, sin éxito, y obligado por su situación personal y económica se instaló en Londres, donde tras unas dificultades iniciales consiguió la residencia y más tarde la nacionalidad.
UN RETRATO GOYESCO
Sin duda, la posteridad lo recordará siempre como el autor de una novela especial, la muy celebrada Tres tristes tigres, sobre todo por lo que influyó en la difusión del lenguaje habanero en los lectores universales y porque a través de su sentido del humor, a veces trágico y otras esperpéntico, elevó el habla de su isla a lenguaje literario, como no habían conseguido hacerlo otros genios literarios cubanos, como Lezama Lima o Virgilio Piñera, o Calvert Casey. A pesar de todo, Cabrera Infante , en este mismo libro, hablando de Borges y su querella contra la lengua materna, el español, dice que él no quería hablar en esperanto sino en un idioma universal: ”¿A qué escribir en cubano, una lengua muerta para mí?”. Esa es la razón por la que decidió “buscar en inglés lo que no había hallado en el español”.
De varias figuras señeras en el panorama de las letras de su patria (Lino Novás, Lydia Cabrera, Carpentier, Antonio Ortega, Casey, Nicolás Guillén, Arenas) trata uno de sus libros en forma de recopilación de textos escritos entre los años 70 y 90 del siglo pasado. Amante del retruécano, la paranomasia y el hipérbaton, Cabrera Infante titula “Vidas para leerlas” este volumen, publicado en nuestro país por Alfaguara en 1998. Se entiende que el juego de palabras  proviene de la obra de Plutarco, Vidas Paralelas, y se aplica aquí para contar las biografías secretas de los maestros de la literatura cubana que él trató de muy cerca, sirviendo en ocasiones de defensor y de refugio ante las persecuciones políticas y morales de la Revolución, o de su líder, el tirano Castro.
Comienza Cabrera situando en la misma línea de existencias paralelas a José Lezama Lima y Virgilio Piñera, ambos nacidos entre 1910 y 1912, en territorios muy cercanos. Las coincidencias abundan, según señala Cabrera: Ambos eran hijos de técnicos, los dos homosexuales y señala también el autor los dos “profundamente cubanos, habaneros más bien y ambos tenían connotaciones con la más criolla de las ciudades cubanas, Camagüey, donde  Virgilio había vivido en su niñez, de donde era oriundo el padre de Lezama”. Tanto Lezama como Piñera publicaron sus primeros libros de poemas dedicados a temas griegos, aunque a juicio de Cabrera Infante, uno era “barroco y oscuro” y el otro “simple, casi callejero”.
Pero lo más notorio que se señala en estas semblanzas es el acoso y persecución que ambos sufrieron en vida, para ser sibilinamente reivindicados después.
Las aventuras y desventuras eróticas de ambos escritores eran suficientemente conocidas y en una sociedad como la creada por la revolución castrista eso era pecado mortal, casi peor que ser disidente. Sin embargo, en La Habana eran también públicos y notorios los prostíbulos masculinos donde acudían en busca de solaz el obeso Lezama y el escuchimizado Piñera. Cabrera cuenta que Piñera buscaba también en la calle a hombres rudos, bugarrones como un negro formidable que llevó  a “una infecta posada en la calle Amargura” y que lo agredió salvajemente cuando se dio cuenta de su desnudez exigua, casi de sobreviviente de Buchenwald.
Virgilio abandonó el país en un exilio más o menos forzado para vivir en Buenos Aires. Allí estuvo 16 años llevando una existencia precaria. Más adelante, a pesar de su pasado como funcionario del aparato del régimen anterior, Piñera se subió al carro de la Revolución y entró a formar parte del equipo de colaboradores del órgano que dirigía Cabrera. Al principio fue mal acogido, su fama equívoca había llegado a la dirigencia del régimen, ostentosamente machista: “no había más que ver caminar a Fidel Castro o al Che Guevara” (Página 28 Op.Cit.). Más adelante, el autor recoge una anécdota del líder revolucionario argentino que ratifica su homofobia. En una ocasión, de visita en una embajada cubana, el Che registra la biblioteca y al encontrar libros de Piñera los lanza contra la pared y regaña al diplomático por tener obras de “un maricón de mierda”.
 Virgilio Piñera, como Casey y Reynaldo Arenas, sufrió en sus escuálidas carnes persecución por sus inclinaciones sexuales. La reclusión, por estos “delitos”, en campos de “rehabilitación” era un secreto a voces y Piñera acabó en un calabozo, del que lograron sacarle  a duras penas amistades como el mismo Cabrera, que le prestó asilo en su propio domicilio en momentos difíciles.
El libro de Cabrera Infante sobre la represión , tanto política como de otra índole, a los intelectuales propios y ajenos (hay una anécdota muy sabrosa que implica a Vargas Llosa, que se negó a donar un premio literario a un grupo revolucionario por orden de Castro) muestra con tintes oscuros el cuadro goyesco de una Revolución saturnal que acabó devorando a sus hijos más ilustres. No solo éso, sino que nos mantuvo embelesados como idiotas a una buena parte de la generación de jóvenes latinoamericanos,  como yo mismo , que vimos en ella un modelo , la posibilidad de cambiar nuestras atrasadas sociedades patrias y la vida misma. Y a fin de cuentas, Fidel no era más que un émulo neroniano y el condotiero argentino un matarife disfrazado de santo laico, con boina, puro y mirada de profeta.
Cabrera Infante luchó contra el tirano caribeño con el arma que más dominaba: el humor y la comedia, como dice él mismo, que hiciera Shakespeare, que cita,  en su tiempo: “Sin embargo, mi humor mayor es para un tirano”.