Cuando piensas en el libro te acuerdas de aquel profesor de lengua y de aquella lista de títulos que os dio para elegir. De eso y de que fue el primero que os habló de todo lo que se oculta detrás de un folio en blanco. De todo no, dices.
Tú mirabas la lista en busca de una señal para no equivocarte en la elección. No lo sabías entonces, pero ya tenías miedo a la libertad. Te sentabas con J. porque estabais en el inicio de curso y os habían organizado por orden alfabético. Ahora piensas que era la manera más cruel de ordenaros. No había ningún mérito en ello. Vuestros apellidos pesaban como una losa sobre la espalda.
J. era uno de los repetidores del curso. Algo fascinante los envolvía, aunque sólo fuesen un año mayor que vosotros. Cierto temor también. J., sin embargo, no era como ellos. No exactamente, dices. Después te sentarían con T. Llevaba el pelo como Robert Smith y se daba la vuelta en mitad de la clase para escupir a los compañeros de atrás.
Pero fue J. quien te habló del libro. Lo señaló de entre todos los títulos de la lista y dijo: “ese está bien”.
No pudiste acabarlo. Después lo volverías a intentar en una cama de hospital. Y una tercera vez que no recuerdas. Pocos libros han resistido tantos intentos de lectura. Te pasó con Bearn de Villalonga. Otros no lo consiguieron. Pero tu sabías que algo enigmático se escondía en ese libro. Como una voz que te llamaba.
Luego descubrirías que era tu propia voz clamando desde el abismo. Y te aterrorizó descubrir que habías compartido ese clamor con el asesino de Lennon. Todavía hoy, dices.
Has leído la anécdota cientos de veces. Tal vez un día deberías escribirla. El cuerpo caliente pero ya sin vida de Lennon, el asesino sentado en el bordillo, la policía rodeándolo. Ya no lleva la pistola en la mano, sino el libro, y dice: “esta es mi declaración”. Hay algo ahí, piensas, detrás de las palabras. Por eso se lo diste a leer a un alumno tuyo, cuando tú aún no lo habías leído, pero ya sabías que era un arma poderosa.
Igual que Bukowski, y que muchos otros, su personaje lo supera. No sólo el libro. La imagen de él que el mundo ha construido. Después de lo de Lennon vinieron otros asesinos. Y las conspiraciones. Todas esas exégesis que quieren descubrir un código oculto. Como si la historia que cuenta no fuese simplemente la historia de un niño perdido.
Quizás sólo lo escribió para conquistar a Oona, piensas. Ella prefirió a otro. Esto no lo sabe todo el mundo, dices. No saben que era hija de un premio Nobel de literatura. No saben que él estaba loco por ella. No saben que acabó casándose con Chaplin. Sí, Charles Chaplin. No saben que ella tenía sólo diecisiete y una diferencia de edad con su marido de treinta y seis años. No saben que tuvieron ocho hijos.
También piensas que por eso se agrió tanto su carácter, que por eso se convirtió en un ser huraño. Un sociópata, para contrarrestar el humor y la alegría de Chaplin. Para convertirse justo en lo contrario que ella había elegido, dices.
Es uno de los libros que más veces has leído. Tú, que nunca relees. A veces crees que te llama desde la estantería. Lo que más te sorprende es que fue escrito hace más de medio siglo. Te sorprende porque, a pesar de todo, habla de ti. Te hace sentir que no estás solo. Como a los millones de personas que lo han lo leído. Como los que lo leyeron cuando se publicó y lo convirtieron en un libro de culto. Una locura. Una fiebre. Después él desapareció. Se escondió. Se apartó del mundo.
Pynchon también se ocultó. Intentó borrar su imagen hasta que sólo quedase su obra. Trevanian contrató un actor que se hizo pasar por él. Tinasky lleva más de treinta años desaparecido. Casas Ros se excusa en su rostro, supuestamente desfigurado por un accidente, para no aparecer en público. Onetti se apartó a su modo: no se levantó de la cama hasta morir. De alguna manera los envidias. Desaparecer. Apartarse. Dedicarse sólo a escribir.
Leíste Nueve cuentos. Querías más. Franny y Zooey. Lo demás se emborrona. Igual que su vida. Siempre vuelves al origen. A veces piensas que, en realidad, es un escritor de un solo libro. Como Juan Rulfo. Vuelves una y otra vez a sus palabras: “los que de verdad me vuelven loco son esos libros que cuando acabas de leerlos piensas que ojalá el autor fuera amigo tuyo y pudieras llamarle por teléfono cuando quisieras”.
A él no le llamarías. No sólo porque está muerto. No sólo porque te colgaría. Sino porque a quien querrías llamar de verdad es a Holden Caulfield, el protagonista de su libro. No es tu libro favorito, pero si tuvieras que salir corriendo en un incendio, tal vez sería el primero que salvarías.
Hay algo ahí dentro, dices. Una vez conociste a un tipo que era capaz de reproducir casi todo el libro de memoria. Hablaba usando frases extraídas de sus páginas. Podías mantener una conversación y él no necesitaba decir nada más. Ahora piensas que es lo más cerca que estuviste nunca de Caulfield, o de su autor, o de un asesino en serie.
Una genialidad que no nombres el título del libro, cosa que yo tampoco haré por respeto a los dos autores… el del libro y el de la columna.
Al final tendré que leérmelo…