Lamentas no haberlo leído todavía cuando visitaste La Habana, como si fuese culpa tuya. Ni siquiera conocías su existencia. Te habría gustado rastrear su sombra igual que perseguiste la de Hemingway, evocándolo en El Floridita, sentado en aquel mobiliario vintage sosteniendo un daiquiri en tu mano, como un amuleto capaz de resucitar a los muertos, junto a tu mujer, que siempre ha tolerado, tan elegantemente, esas excentricidades ridículas.

Viajar y leer son dos verbos que se confunden, dices. Se alimentan uno al otro, insistes. En Lisboa acechabas la sombra de Pessoa. En Praga la de Kafka. En París eran ellas, las sombras, las que te acechaban a ti: Cortázar, Jodorowsky, Vila-Matas, otra vez Hemingway. Viajar y leer y sentir que te encuentras en los escenarios de un libro. Con Murakami has estado en Tokio, con Bulgakov en Moscú, con Welsh en Edimburgo. Aunque nunca hayas visitado esas ciudades.

No lo sabías todavía, pero aquella urbe, hermosa y demacrada, la encontrarías años después en su Trilogía sucia de La Habana. Esa otra ciudad, llena de contrapuntos, que rezuma belleza y miseria a la vez, que descubrirías gracias a Mario, un improvisado guía local que te llevó lejos de las luces del turismo y te mostró la vida que se oculta detrás de aquellas calles y de aquellos edificios en ruinas. Llegaste a la Trilogía de rebote. No lo buscabas a él, sino a Bukowski. Después de leer toda la narrativa de Hank, te sentías huérfano y anhelabas alguien que se le pareciese. Compraste el libro porque lo calificaban, crees recordar que el propio editor Jorge Herralde, de Bukowski caribeño. Lo empezaste a leer con escepticismo y culpabilidad, como si estuvieses traicionando a un padre. No fueron necesarias demasiadas páginas para que tu cabeza hiciese crac y tu corazón hiciese boom, para que entrase en ti ese realismo sucio caribeño, más brutal que el de Bukowski. Porque La Habana es más salvaje que Los Angeles, dices. Te evocó por momentos a la Nada cotidiana, aunque la novela de Zoé Valdés es menos dura, y a pesar de ello la regalaste a un cubano que conociste por casualidad y que te pidió que se la enviaras con las tapas forradas. También ignorabas entonces que un libro pudiese ser peligroso.

La política se vive en Cuba con la misma intensidad que la música y el sexo, dices. Él sólo quería escribir las historias que rodean su vida, sin embargo, demasiada gente interpreta su libro como una crítica social o política de la isla. No lo es. Si lo fuera, se habría marchado, hubiera huido. Tuvo muchas oportunidades de hacerlo. Podría haberse quedado en Europa cuando vino, reclamado por el éxito de su libro. Un éxito que le llegó tarde, como a Bukowski, dices. Él ama La Habana. No podría vivir en ningún otro lugar. A pesar de la pobreza.  Una miseria que no podía dejar atrás, dice en su último libro. Y se justifica: el exilio casi siempre es castrante, mutila y deprime.

Es uno de esos autores que escriben por necesidad. No para ganarse la vida, sino para sobrevivir, o como él mismo explica: para evitar el viaje al fondo del infierno.

Después de la Trilogía sucia de La Habana, vinieron cuatro volúmenes más que completan el Ciclo de Centro Habana: El rey de La Habana, Animal tropical, El insaciable hombre araña, Carne de perro. En todos subyace la misma voluntad de escapar, de dar la espalda a lo mezquino y miserable, aunque se imponga, en realidad, la incapacidad final de huida. La mayoría de ellos juega a la ambigüedad de la autoficción. Ese Pedro Juan que aparece en muchas de las historias como narrador, es él, o podría serlo, o lo parece.

Leíste todos aquellos libros con voracidad, como un adicto buscando su dosis. A pesar de la cruenta realidad que describen, de los personajes desahuciados que pueblan sus páginas, de la escatología que vertebra la narración, te sentías como si hubieses regresado a un lugar conocido y apacible.

Fue periodista y pintor. Su poesía visual ha sido expuesta en más de veinte países. Su novela El rey de La Habana fue adaptada al cine. Ha sido galardonado con diferentes premios. Sin embargo, sólo es un cubano más, estoico y frugal, que sobrevive como estilo de vida. Su último libro, titulado precisamente así, Estoico y frugal, es una obra que lo define. Una novela de madurez que te recuerda al Bukowski de los últimos años. Es uno de esos libros que justifican todo lo que se ha escrito hasta el momento, o que necesitan de todo lo escrito con anterioridad para poderse justificar. Una novela en la que el sexo y los excesos, a los que te tiene acostumbrado, se hacen a un lado para dejar paso a la introspección y a la exposición directa de lo que ahora significa para él la vida: Hay tanta angustia y espanto dentro de cada uno de nosotros que es necesario idear mecanismos de control y ponerlos a funcionar antes de llegar al punto del naufragio. Observar, meditar, escribir. Es el método que perfecciono día a día. Ahora, dices, que su animal tropical reposa como un tigre sabio y expectante.

Una vez soñaste que estabas de nuevo en La Habana. Ibas acompañado de aquel taxista y de tu amigo cubano Ch. Entrabais en una librería buscando Nuestro GG en La Habana, su particular homenaje a Graham Green, y él estaba allí, con su cráneo pelado, fumando un puro, como una suerte de coronel Kurtz caribeño. Te ofrecía un ejemplar de Paradiso de Lezama Lima, como quien ofrece una botella de ron para echar un trago. Tú querías hablarte de tu novela sobre Bukowski, pero todavía no la habías escrito. Él sonreía y repetía lo mismo una y otra vez, como un mantra, como un sortilegio, como un salvoconducto: Observar, meditar, escribir. Un sueño dentro de un sueño, dices.