Llegas a Lisboa al atardecer. Has alquilado un apartamento con tu mujer en el centro de la ciudad. Hay una joven oriental que os espera en la calle para entregaros las llaves y daros las instrucciones oportunas. Para acceder al apartamento debéis atravesar una tienda de souvenirs y subir unas escaleras que parecen en ruinas. Temores antiguos suben por tus piernas como hormigas impertinentes. Los recelos se disuelven cuando la joven oriental abre la puerta y se rompe la penumbra del descansillo. No sólo es la luz, blanca y verde como el tallo de un junco, sino la poesía. Cada una de las habitaciones de huéspedes lleva el nombre de un poeta portugués. La vuestra honra a Camilo Castelo Branco. No sabes quién es. No importa. Lo que importa son los versos que están escritos en la pared, sobre vuestra cama: A poesia não tem presente. Ou é esperança ou saudade! Respiras hondo. Te tranquilizas. La poesía tiene ese poder.

Anhelabas ese viaje porque anhelabas perseguir la sombra del poeta. Igual que en Praga perseguiste a Kafka. Esta vez es diferente, dices. No hay sombra, dices. Toda la ciudad respira su espíritu. Toda la ciudad es literatura. Te parece imposible que alguien pueda caminar por estas calles, tomarse un café en una plaza, o sentarse en el mirador del Castelo de São Jorge, sin un libro bajo el brazo. Las Odas de Ricardo Reis o El banquero anarquista, por ejemplo. Hay tazas, delantales, camisetas, gorras, que llevan sus versos impresos. Literatura convertida en atracción turística.

Tenéis prisa por devorar la ciudad, por eso dejáis las maletas de cualquier forma, después de despediros de la joven oriental, y bajáis a la calle. En esos momentos te gustaría tener un sombrero como el que usaba Marcello Mastroianni en Sostiene Pereira, la película de la novela de Tabucchi, para pasearte por Lisboa con la ilusión de creerte parte de todo lo que imaginas que vas a encontrar: nostalgia, quietud, melancolía, desasosiego, saudade, poesía. Belleza, dices.

Pero no es eso lo que encuentras.

En cuanto llegáis a la Praça do Rossio te aborda alguien cada cien metros, tipos que parecen clones, para ofrecerte hachís o coca. Todo el romanticismo que traías en la maleta se diluye en la lluvia que empieza a caer. Lisboa no es sólo una única ciudad. Lo descubrirás los siguientes días, las siguientes horas, cuando te refugies de la lluvia en un local sombrío y escuches una voz rota cantando fados sobre las notas implorantes de una guitarra, y vuelva la poesía, y vuelva la belleza.  

Él tampoco es un único escritor, dices. Él es muchos escritores en sí mismo. Pero no como Whitman, en mí contengo multitudes, sino como si padeciese un trastorno de identidad disociativo, como si tuviese múltiples personalidades, cada una con su propia manera de percibir y actuar en el mundo. Lo comprendes porque tú también ocultas tu identidad bajo un nombre distinto. No es igual, dices. Los heterónimos no son pseudónimos, dices. Son personajes independientes de su creador, con biografías y obras propias, con estilos diferentes. Incluso dialogan entre ellos. Nadie sabe con exactitud cuántos son. Ese es otro de los innumerables misterios que rodean su obra. Su vida, sin embargo, es aburrida, solitaria, convencional, como si la verdadera experiencia vital tuviese lugar únicamente en las páginas de todo lo que escribe. Es un triste oficinista que te recuerda, porque comparte tedio y oficio con otro triste oficinista coetáneo a él, como si de un heterónimo más se tratase, a Franz Kafka. Imaginas al escritor checo carteándose con Bernardo Soares, nombre con el que se firma Libro del desasosiego, como si estuviese hablando a un espejo.

En tu maleta llevas dos ejemplares de poesía que compraste en una feria del libro de ocasión. Es uno de esos volúmenes dobles de Ediciones29, en edición bilingüe, que recopilan poemas de Alberto Caeiro, Álvaro de Campos y Ricardo Reis, y que incluye una nota autobiográfica y una carta sobre el origen de estos heterónimos. Aprendiste algunos versos de memoria en portugués y se los recitaste a una gallega que acababan de presentarte, una madrugada junto al mar después de una noche lisérgica, que te miraba como si fueras idiota. Tomas uno de esos ejemplares, el que contiene el poema Lisbon Revisited, para leerlo en el tranvía, en uno de los miradores de la ciudad, o a la orilla del Tajo, en el Cais das Colunas, con el convencimiento de que la mujer que te acompaña no te mirará como a un idiota.

En Libro del desasosiego escribe: amo el Tajo porque hay una gran ciudad a sus orillas. Igual que él, dices. Una gran ciudad hay en las orillas de su obra. Lisboa entera gira entorno a él, al más grande escritor en lengua portuguesa. No entorno a él, dices, sino a su baúl. En vida sólo publicó un libro, Mensagem,  y algunos poemas dispersos. Cuando murió, su hermana se encargó de custodiar el baúl que llevaba consigo cada vez que viajaba o se mudaba de casa. En su interior había más de treinta mil documentos escritos por innumerables heterónimos. De ese caos de notas, aforismos, poemas, prosas, diarios, han salido cerca de una treintena libros. Todavía se desconoce cuántas obras quedan ocultas en ese “baúl lleno de gente”, así lo renombró Tabucchi. Siguen apareciendo libros sublimes, como Libro del desasosiego, publicado en 1982, cuarenta y siete años después de su muerte. Sobre todo la poesía, que crece con su sombra y lo convierte en uno de los escritores más influyentes del siglo XX. Y en un icono de Lisboa, dices, sosteniendo un delantal impreso con su silueta y unos versos que están a punto de hacerte sucumbir a la tentación fetichista.

Una de las noches, puede ser la última, regresas al apartamento para dormir bajo los versos de Castelo Branco. La magia de la noche lisboeta os envuelve. Caminas abrazado a tu mujer. Un tipo os aborda con la habitual oferta de hachís, marihuana, coca. Lleva gafas. Estás a punto de preguntarle si es un heterónimo reencarnado. Te das cuenta, entonces, de que toda Lisboa lo es. Ese ha sido su triunfo. No sólo cada habitante, sino cada plaza, cada rua, cada edificio, se han convertido en un trasunto del poeta: ser a mesma coisa de todos os modos possíveis ao mesmo tempo. Una ciudad entera.