“Desde la ventana que da al jardín, / veo el árbol centenario, / de tronco recio, imposible de abrazar. // Los niños del vecindario / jugaban a hacer la prueba, / abrían mucho los brazos / y resoplaban de impotencia, / en pleno ejercicio de la diversión. // Yo no, prefería observar, / imaginarme siendo parte del juego, / desde lejos, como una criatura más / de esa algarabía”.

Luisa Pastor (Orihuela, 1974) es licenciada en Filología Hispánica por la Universidad de Alicante y ejerce como profesora de Lengua Castellana y Literatura en Enseñanza Secundaria. Desde 2009, combina la docencia con la escritura, la video-poesía y la declamación. Es fundadora, junto a Álvaro Giménez, y directora del Grupo de Poesía Escénica y Audiovisual “Auralaria”. En 2013 publica sus primeros poemas tras ser seleccionada por la editorial Torremozas en su certamen de poesía Voces nuevas (Madrid). También ha sido premiada en otros certámenes como el XXVIII Premio de Poesía Gabriel y Galán (Extremadura), el XX Certamen de Poesía Con esencia de mujer (León) y XI Certamen Literario Carmen de Michelena (Jaén). Ha colaborado en revistas literarias tales como El coloquio de los perros, Realidad literal o Letralia.

La mayor parte de su producción literaria, que incluye una importante tarea de traducción, permanece inédita. Las rosas terminan (Auralaria Ediciones, 2020) es su primer poemario publicado.

Encontrar la belleza y descubrir el símbolo, lo efímero de la vida y la perpetuidad de la poesía, es parte de un largo camino. Desde la sensación de vulnerabilidad que nos provoca el yo poético y la distancia cuestionable que existe entre él y nuestro propio ser, nace la inquietud de la palabra, el temblor de la escritura, los versos que dejan huella y construyen la vida. De este modo, nos encontramos con la poética de Luisa Pastor, con una brecha abierta que nos deja pasar a través de ella para cerciorarnos de que la identidad es, en ocasiones, la interposición de muchas personalidades unidas.

“Vengo de una casta de mujeres fuertes y solitarias. // Las mujeres de mi casta no hablan bajito, / duermen poco y mueren solas. // Acaban los días atadas a la vieja encina. / Replegadas en sí mismas, se dejan ir sin estridencias. / son sus últimos murmullos signos de un extraño idioma. // Las mujeres de mi casta dan besos al aire, / lloran cuando ríen, y a veces perdonan”.

En un ejercicio de reconocerse, la poeta nos traslada a un lugar oculto e íntimo, a un entorno en el que la luz es el refugio y la disección de lo sensitivo perfila el lenguaje. Así, toda percepción toma formas en la memoria y transfigura los recuerdos para crear una realidad que subyace al propio texto. 

“La mirada en la ventana / y en la ventana resplandeciente / una mujer. // Es el Principio y el Final. // Sin ella no hay edificio, / no hay construcción. // Ni pequeña muerte desnuda, / ni voz ronca / que se desprenda de la roca lunar / sobre un corazón gastado. // Lo dijo Pavese. // Shakespeare lo hizo, / según él, mejor que nadie. // Y la encarnada luz le cegaba los ojos”.

En el ejercicio de nombrar, la emoción se vuelve perenne, deja una huella imborrable que nos hace recapacitar sobre el tiempo, sobre los signos que evolucionan en nosotros para recogerse tímidamente en el decir, creador de mundos. Desde esta perspectiva, el juego de las experiencias nos moldea hasta identificarnos. Surge el papel, la expresión, el sueño, el estremecimiento.

“Aquí, ante las aguas del Sound, / a la hora imperturbable / en que se cierran las flores de la canícula, // asombrarse, temblar, acaso estar triste, / aguardar de pie un nuevo abandono en el césped / frente al malecón de Daisy; // suspender con la lejanía de una pequeña vela / el pálido pensamiento en la bahía, // ahogar la invención del pasado en la piscina, / haciéndolo descender por sus pesados / escalones de mármol; soñar con sentirse uno menos solo, / menos uno mismo, / entre el espino blanco y los junquillos”.

La muerte, el dolor y la tristeza matizan el acto poético, la severidad con la que la conciencia nos hace coger la pluma y plasmar aquello que se percibe en soledad y se extiende a lo colectivo; esa universalidad de lo humano tan contradictoria, tan llena de incertidumbres, nos hace pensar que la certeza es un imposible que solo se compensa con la posibilidad de huir, de atravesar la página en blanco y convertirse en un magma de significados.

“Mientras el viento se revuelve / y las colinas se emborronan, / yo escribo / sentada bajo el árbol del ayer. // Toda huella mía me es ajena desde aquí; / carece de significado, apenas me conmueve. // Un mechón de pelo oscuro cae sobre mis ojos. / No me molesto en apartarlo, para qué, / si todo hastío, si toda mirada es fugaz en estas laderas, // sobre esta tierra dormida”.

Luisa Pastor nos ofrece los pétalos de Las rosas que terminan, de las que no tienen nombre, de las que nos enseñan el camino; esas que juegan con la inocencia y enmarcan el paraíso de la infancia, que descansan en los rincones de las bibliotecas y renacen sobre los muebles antiguos, bajo las orografías emocionales, dentro del corazón. Llegamos pues a una anatomía que nos sumerge en la elección del pasado, en la realidad que nunca se repite e inventa lo que una es. Tal y como escribe la autora en su poema “The Depths”: “No me pidas respuestas, / no me ruegues que regrese, / jamás podré regresar”. Sintamos la poesía. Leamos.