El varón español, más abrumado que de costumbre, está tratando de afinar, desde hace un tiempo, el piropo perfecto. Cosa mala, enrevesada. Se han extraviado en el hondo y apergaminado pasado aquellos días de cielo raso en que el varón, perfumado y encorbatado, se arrojaba voraz a las calles en busca de bellas mozas. Se perdieron también, en ese pozo rancio de la memoria, los rostros risueños y colorados de guiño fácil, el palillo en la comisura de la boca, los pellizcos al aire, el taconeo garboso, el alarido ronco del hipopótamo en celo. En el torpe piropo han navegado siempre, arracimados, siglos largos de abolengo tieso, de acervo machista, tenaz, de concienzuda nostalgia, apolillada y denigrante.
Ligar hoy con una dama es un delito. A poco que abra el macho la boca, le caen tres porrazos y una orden de alejamiento. Si Casanova levantara la cabeza se la quebrarían a ladrillazos. Pero el instinto animal de acariciar a la hembra, de aparearse, de socializar, de intercambiar la opinión y el lado de la cama, de erigir los muros de un hogar, de perpetuar el apellido familiar… Ah, amigo, cualquiera le echa el freno a la tradición antropológica.
Para disimular el cortejo —inevitable, natural, abrasador— y eludir el crimen tipificado, al varón español no le queda otra que maquillar el requiebro. No queda otra que disfrazar el halago y pintarlo de rosa palo. Nada de palabras ofensivas, nada de acosar con adulaciones vehementes, incendiadas. Las castañas hay que buscarlas en la frase anodina, en el ariete de la sintaxis inteligente, insidiosa, con piel de cordero. Se carraspea y se suelta con indiferencia, sin alzar la voz: «Es usted, oiga, una figura carnal de exquisita presencia». Dejamos que haga efecto la dosis, esperamos. «Y usted un imbécil», nos responden. No hay manera, se naufraga. Reincidimos, tozudos, a lomos de la desbocada emoción, funesto y peligroso jamelgo: «Qué bellos ojos, qué deliciosa sonrisa… ¡Macizorra!». Nos pudo el remate. Nos perdió el colofón, la soledad, el ansia por encamarnos. Nos cantan enseguida lo del derecho a permanecer en silencio. Besamos, no las mejillas de la moza, sino el húmedo y anguloso adoquín de la calle.
Por culpa de la lógica frustración, está surgiendo —ojo con esto— una corriente contrapesística, la contrarrevolución de unos memos masculinistas: «Tengo pene, ergo soy ‘persono‘. Extraigo muelas, ergo soy ‘dentisto‘». Flor de un día, no hay quien riegue esa siembra, con nosotros que no cuenten. Pero tanto está empujando el idealismo exacerbado de cuatro analfabetas, que las costuras, al final, tienen que reventar por algún lado.
A lo que íbamos: el varón español se afana, desalentado, por hallar el buen piropo, el piropo neutro, inmaculado, inofensivo, de recámara vacía; por lograr, sin que se desvanezca la esencia del agasajo, el piropo que no moleste, que no irrite, que no crispe, que no haga asomar las uñas. Mal asunto, mal negocio. En estos tiempos que galopan, vivir apasionado es una tragedia.
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