En Madrid, usted puede ir caminando gozosamente de Atocha a Diego de León en cincuenta minutos. Se le va a salir a usted la cadera del sitio, pero qué magnífico paseo. Ahora bien, si le abrieran el pecho con una radial y le exprimieran los pulmones como un estropajo, con esas cuatro gotas refinadas de combustible que se obtuviera podría usted llenar medio depósito del Dacia. En los pueblos, y nos vamos a enfocar en algunos del Levante español, tierra sagrada de dulces y zapatos, cincuenta minutos le alcanzan a usted para ir andando desde las ruinas del castillo hasta la gasolinera, y le sobraría tiempo para visitar a una tía abuela que por una extraña razón siempre ha vivido en la localidad vecina, y que está muy malita. Muy malita lleva sesenta y cinco años. En el Levante, el estado de salud se parece mucho a una profesión.
En estas poblaciones, hay un censo peculiar en cada bloque de viviendas: cinco automóviles por familia y hogar. Se coge el coche hasta para ir a la panadería, que queda a seis portales. Coche para todo. Para ir a la farmacia a por el placebo, para ir al mercado, para desplazarse con el reguetón a todo trapo y la ventanilla bajada, con el codo asomando, las calles de más ambiente —para que te vea bien la Laura y se lo piense—. Se saca el carné la nena con los dieciocho recién cumplidos. “Déjale el cochesico tuyo, Martín, que se desfogue”, y se le presta de inmediato el Audi de papá, el de doscientos caballos. Se han dado casos en que la nena se ha empotrado en la floristería y se ha llevado por delante al florista. Un drama. Le ha metido la L por la boca. Pero Dios aprieta siempre con mucho tino, sin llegar a estrangular, y ahora Paquita, la viuda, se pasea por ahí con doble paga, poniendo cara de pesadumbre gorda para que nadie murmure. Esto es religión en los pueblos: poner cara de aflicción profunda y hablar bajito, cuando se sale del bingo, para que parezca que a tu Herminio lo querías mucho.
En estas poblaciones del Levante, coger el autobús —solo hay uno, el que sube al hospital— para hacer cualquier recado es una severa humillación. Al autobús únicamente se suben los pobres y los desgraciados, y aun éstos se sienten heridos por la vergüenza. Hay directores de caja rural que te niegan un préstamo si te han visto cogiendo el autobús. En las primeras citas no te preguntan si tienes coche, te preguntan por la marca y el modelo. Si dices que no tienes, que te gusta mucho la naturaleza y el medioambiente, que prefieres caminar y hacer vida sana, te mandan con tu madre. Eres un paria, un muerto de hambre. Qué deshonra ir paseando con los mañacos por la calle Nueva sin un cochesico que llevarse a la boca. Se cruzan las personas de bien, un domingo, con un miserable que va a pie, y miran para otro lado abochornadas. Si se queda para comer en un restaurante, el vehículo se aparca en la misma puerta con una rueda subida al bordillo, que luzca bien, que se admire, que arranque envidias. “¿De quién es ese todoterreno azul?” “Del Mariano”.
Vehículos flamantes de alta gama en doble fila, también, frente a los talleres que aúpan la patria, los de la economía sumergida, estandartes negros del “Lo mío pa mí, que yo ya pago bastante”. Pero, ay, esto da para otro artículo más feo.