Entre las numerosas virtudes del ser humano, algunas de ellas envueltas en delicado y primoroso terciopelo, aparece, en lugar elevado y preferente, grabada en prolijo relieve, la repugnante mendacidad. Es esta —curiosa y enfermiza insistencia en endosar al prójimo una mentira— una excepcional característica de nuestro despreciable comportamiento. Vivimos lastrados por el vicio, por la imperfección del carácter, por la desfachatez. La mentira, es decir, el consolidado hábito de inventar patrañas y servirlas a diestro y siniestro en viscosas bandejas de bronce, se ha incrustado definitivamente en nuestra maleable idiosincrasia, y asumimos esta deformidad del espíritu con asombrosa naturalidad, con pasmosa indulgencia. En algunos casos, hemos llegado a celebrar la habilidad y el donaire de algunos individuos en el lamentable ejercicio de semejante depravación.
Se miente por automatismo, por diversión, por placer, por egoísmo o por singular empeño. Se miente por fastidiar, por complacer o por encendido capricho, y también para lograr un propósito cualquiera a todo trance, sin reparar en las molestias que propone el decoro, sin pensar en el sufrimiento que provocará en los demás. Se miente para granjearse el respeto y la confianza de los otros, para embaucar a un niño, para embelesar a una dama. Se miente para darse tono o para engrosar una personal fantasía, para inflar hazañas falsas. Se miente en ocasiones para apropiarse de una escandalosa suma de dinero, para desplumar, por ejemplo, a los confiados compañeros de una emisora de radio. Se miente muchas veces incluso sin querer, ciegamente, sin deliberación, por poderosa inercia, llevados simplemente de la maldita costumbre. Se miente también, y con exquisita desvergüenza en este caso, para robar el voto al ingenuo individuo de a pie y, dicho sea de paso, para despojarlo de sus esperanzas.
Por estrambótico que resulte, no podemos negar, es un hecho irrefutable, que estamos dispuestos a perdonar antes una traición que una mentira. Disculparemos antes una infidelidad consumada que una elaborada mentira. Existe algo siniestro y sórdido en la mentira que escapa a nuestra cabal comprensión, que enerva nuestro fuero interno y turba el más elemental razonamiento. Hay en la mentira algo calculado y maligno que trasciende y desmantela cualquier voluntad de sincera justificación. La mentira cabalga orgullosa a lomos de una refinada y aborrecible injuria. La mentira nos humilla, denigra violentamente nuestro amor propio, arrebata por la fuerza nuestra honra con garras nauseabundas. La mentira se viste con los más groseros e hipócritas lienzos. La mentira, servida por un amigo, permanecerá siempre, muy a despecho nuestro, torturándonos el corazón, en el triste y amortajado recuerdo.
¿Es la mentira piadosa una pariente lejana e inocente de la vulgar mentira? ¿Es aceptable disfrazarla en ocasiones de leve pecadillo? ¿No es, acaso, una puertecita entreabierta que conduce asimismo al engaño, a la terrible infamia, al dolor? ¿Cómo desenmascarar a tiempo, nos preguntamos, al malicioso portador de una mentira? ¿Es posible distinguir la sutil barrera entre una psicopatía y un taimado y consciente propósito? Ah, diabólicos engranajes de la naturaleza humana, descorazonador dilema.