Nada nos impide salir a la calle un soleado día de marzo disfrazados de chipirón, con un cuerno en la frente y, en él, rematando la estampa, seis sardinas atravesadas con gastronómica gracia. Nada nos impide pasearnos encendidos de orgullo por las cuatro avenidas más concurridas del pueblo: ahí va el chipirón con su espeto de sardinas en lo alto de la cabeza, ahí va, ufano y radiante, sin ánimo de molestar a nadie. Pues ya verá usted cómo se ofende enseguida el tonto censor, ese tonto censor que prolifera hoy bajo las piedras, que permanece al acecho en las sombras, en las redes, arrugando su hocico de mojigato, que se erige en terrible pastor espiritual y salta, como con un resorte en el culo, cada vez que alguien esgrime la travesura de manifestar públicamente su opinión.
Lo llaman cultura de la cancelación pero quieren decir censura. Al tonto censor no le gusta que usted salga a la calle y se contonee bajo la luz del sol vestido de folclórica, y arremete contra su libertad, esa misma libertad que tanto se esfuerza el tonto en consagrar como derecho universal, esa libertad que para el tonto censor es sagrada e irrenunciable, pero que, para usted, es meramente accesoria. La libertad de movimiento y la libertad de expresión de usted son libertades que decide el tonto censor. Este necio adoctrinador del supuesto orden social desaprueba las etiquetas, pero él se apresura a etiquetarlo a usted. Al tonto censor no le gusta que usted llame gordo al gordo, flaco al flaco, feo al feo, hombre al hombre o mujer a la mujer. Y le resulta especialmente insoportable que usted llame rebajas de condena a las rebajas de condena. A este imbécil le satisface inventar nuevos términos —que él cree ingeniosos— con que provocar una especie de éxtasis progresista general, un paroxismo pueril ribeteado de confeti donde sus amigos, tontos censores como él, se revuelcan patas arriba con los ojos en blanco, la boca abierta y el puño cerrado.
Al tonto censor, adalid esperpéntico del pensamiento único, no le complace el sentido del humor, no le agrada el chiste, el chascarrillo. Para él, son ataques directos a su integridad, a su amor propio. El tonto censor aborrece la guasa, pues en ella atisba un violento menosprecio, y activa precipitadamente los mecanismos de su boicot. El tonto censor lo llama cancelación porque le tiemblan las canillas cuando alguien levanta la voz, hastiado, y compara su censura con aquella que practicaban —exactamente la misma— las más salvajes dictaduras reaccionarias. Es decir, y aquí emerge la alta comedia: que el tonto censor, inflamado en su dulce e inocente cruzada, arrogándose en la sociedad un papel de elevada brújula moral, de impagable defensor de los oprimidos, ha acabado convirtiéndose, por una singular carambola, en un grotesco dictador de épocas sangrientas.
Estas cosas ocurren inevitablemente cuando se tiene todo excepto inteligencia. La inteligencia que denota, precisamente, el sentido del humor. El tonto censor patalea con cómica frustración cuando el sentido común lo abofetea. Ay, qué injusto y deplorable, piensa el idiota, que esta sociedad intolerante no se deje amordazar por mi capricho visionario e intransigente. Y sentencia con una sonrisa: Dejadme que yo os diga, por vuestro bien, cómo tenéis que pensar.
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