Cuando eres niño, sólo quieres jugar, y te concentras diariamente en urdir una excusa ingeniosa para prolongar la alegría media hora más. Cuando eres niño, estás muy lejos de comprender el significado de algunas palabras rugosas, de orla antipática y grisácea: inflación, déficit, presupuesto… Una criatura de cinco años no alberga demasiadas nociones sobre los procedimientos que deben seguirse para desvincular el gas de la electricidad. La única guerra que conoce un niño es la que se libra en la calle entre carcajadas, con puñados de hierba en las manos, dando volteretas en la arena fina del parque. Los daños colaterales, una tirita en la rodilla, romper el pantalón y enfrentarse al breve enfado de mamá.
Hemos pasado, en un incomprensible abrir y cerrar de ojos, del “que te pillo, que te pillo”, corriendo por el pasillo de casa y riendo como si nos persiguiese el más simpático de los demonios, al “que te embargan, que te embargan”, corriendo también por un pasillo, aunque menos amable, en un edificio trufado de ominosos escritorios y angulosas ventanillas. Nos han subido a empujones, en un inexplicable santiamén, al tren de la bruja del caótico mundo laboral. Hemos pasado de jugar y dialogar con muñecos a enmudecer, como títeres espantados, en las manos habilidosas del sistema. El qué quieres ser de mayor convertido ahora en oscura y desoladora incertidumbre. De aquella divertida noria y su aroma a caramelo y algodón de azúcar, a la vertiginosa y escalofriante montaña rusa del acceso a una vivienda. Digna o no, poco importa, con tal de que podamos pasar las noches a cubierto y ocultar las frágiles esperanzas tras una puerta. El romántico y conmovedor autoengaño de la transitoriedad: “Esto es provisional, cariño, mañana encontraremos algo mejor”.  Mañana vas a encontrar lo que yo te diga.
Si cometemos la desaconsejable imprudencia de echar la mirada atrás, advertimos con estupor que las condiciones de vida de lo que antes se consideraba precariedad, se han erigido ahora en sofisticación y verdadero lujo. Entonces, que te señalaran con un dedo mordaz por ganar mil euros al mes era una infamia, era la burla gruesa que calaba en los huesos. El mileurista ayer era el pobre con grasa bajo las uñas, el miserable cubierto de barro, el tonto de la FP, el paria que no tenía sitio en la fiesta. Hoy, un mileurista es un terrateniente que no coge ni la escoba. No, cualquier tiempo pasado no necesariamente fue mejor, pero que alguien acuda con urgencia a desentrañar esta duda razonable: innovación, progreso, tecnología… ¿Dónde diablos queda el mundo mejor? ¿Dónde queda el idílico futuro soñado?
Quién pudiera regresar a esos años de inconsciente infancia. Mi reino por correr eufóricamente detrás de una pelota, ajeno a cualquier otra preocupación. Hacer, en todo caso, un alto forzoso en el camino para merendar, y ninguna otra concesión. Y a seguir jugando. Ese sí era un mundo mejor. Lo hemos visto en Ucrania, lo hemos visto en esa niña que se deslizaba riendo por una rampa de la estación del metro, en mitad de tan abominable tragedia: en la mirada de un niño hay un filtro poderoso y permanente que colorea en tonos pastel hasta el más árido de los paisajes.
Si esto era hacerse mayor, el timo ha sido faraónico. Si era esto, maldita sea.