En otros tiempos, muchas personas se agrupaban frente al escaparate de una boutique de alta costura y acariciaban el cristal con verdadero embeleso, con ojos tiernos y soñadores. Pero las corrientes cambian y la sociedad se adapta continuamente a ellas: hoy, es frente al escaparate de una charcutería donde se arraciman boquiabiertos los ansiosos transeúntes, de cuyas delicadas boquitas pende un hilillo de baba. El sentido práctico del transporte ha mutado también: ahora se viaja en coche para acudir al supermercado, que se halla a escasos cien metros, y se dispone precavidamente de un bote de crema de cacao en la guantera, por si nos entra hambre en el trayecto. La cuchara, como la queja, siempre a mano, siempre en ristre, siempre dispuesta.
El mullido sofá, esa cómoda atalaya desde donde se contempla el mundo, es hoy el flamante enclave del vigía, el torreón donde trabaja el nuevo cronista. Hay en los saloncitos pesebres colmados de rosquillas y patatas fritas para mitigar la gula, mientras se asiste al drama televisivo. Abastecemos de lonchas de embutido los bolsillos del pantalón antes de salir a pasear al perro, pues el apetito asoma en cada esquina. Seis kilos de lomo en aceite entre pecho y espalda en menos de veinticuatro horas, con una breve pausa para respirar y para meternos media tarrinita de helado. Para combatir un episodio de ansiedad, quién necesita tomarse una tila bien caliente cuando puede empujarse en el esófago seis porciones de pizza pepperoni.
«Yo no estoy gordo, es mi constitución.» El autoengaño como fenómeno de masas. Hay frases emblemáticas que se esgrimen como escudo frente a los prejuicios: «El que no quiera que no me mire, yo soy así», «No me juzgues sin conocer mi mundo interior». Mi grasiento mundo interior. Se han dado casos de personas que después de apretarse diez kilos de zurrapa se han subido al coche y lo han volcado. Ha tenido que venir la grúa, y también la han volcado. Una cervecita a media mañana, que la pide el cuerpo, y pon una tapita, José Luis, algo ligerito, siete kilos de panceta bien fritica, si tienes. El autoengaño hace también estragos en materia de ejercicio físico: «Yo me muevo mucho», dice la Eugenia, «todas las mañanas estiro el brazo derecho así, hacia la izquierda, y el izquierdo así, hacia la derecha». Diez repeticiones y al sofá, a mirar la tele. Se nos antoja de un insoportable mal gusto que algunos energúmenos se paseen por la puerta de nuestros hogares en chándal, sudando, quemando grasa. Vaya usted a hacer vida saludable a su puñetera casa, marrano, que aquí hay niños mirando. Ese oscuro y abstracto concepto, el de «cuidarse», provoca más dolores de cabeza que la trigonometría. Un encendido aplauso a ese vecino que coge el ascensor para subir y bajar del entresuelo. Por qué perder el tiempo masticando una lechuga cuando se puede hincar uno en la tripa cuatro solomillos a la pimienta verde y un postrecito con nata, con mucha nata. Y medio litro de licor de orujo. Se ha declarado una nueva alergia casi pandémica: la que provocan las bicicletas. «Es verla en el jardín», dice Juanito, «y salirme un sarpullido en la nuca».
No existe nada tan placentero como arrellanarse en una butaquita junto a la ventana, mientras se siente ese dolorcito en el pecho, y esperar cómodamente a que nos atice el accidente cerebrovascular. De algo hay que morir, nene. Pásame ese trocito de pastel, no te lo lleves.
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