Nadie podrá negarme que el maestro griego era un hombre singular. Llegó a Lucentum a bordo de un viejo barco de mercaderes que venía a llevarse un cargamento de ánforas de garum. Por su atuendo se diría que era un pordiosero, aunque la nobleza de su rostro delataba su alta calidad humana. Cuando me acerqué a él, en el muelle, ofreciéndole una habitación de alquiler en nuestra casa, me entregó su único equipaje, un voluminoso saco de arpillera, que yo apenas pude echar a mi espalda.
-¿Pesa, verdad? – me dijo con una amplia sonrisa – Casi todo lo que poseo son libros. Y los libros pesan mucho; aunque no más que el saber que contienen.
Mi madre, desde que quedara viuda, se ganaba la vida alquilando habitaciones a los viajeros que llegaban al puerto desde todas las orillas del Mare Nostrum. La mayoría marchaban, por mar o por tierra, a los pocos días, pero él se quedó con nosotros durante todo un año. Por su forma de hablar se apreciaba enseguida que era griego y culto, una especie de maestro ambulante que vivía de enseñar a los jóvenes lo mucho que sabía. Se ofreció a las familias de la vecindad como profesor de griego y pronto contó con un grupo de alumnos a los que aleccionaba en la filosofía, las ciencias y las artes. Su método era la conversación durante largos paseos por los alrededores de la ciudad, mientras mostraba a sus pupilos las maravillas de la naturaleza o de la industria humana en su refinado idioma. En cuanto a mí, aunque mi madre no deseaba gastar un solo denario en mi educación, él me permitió que lo acompañara en sus clases y, cuando éstas acababan, nos quedábamos solos y se sinceraba conmigo.
Me decía que los dioses no tienen ninguna influencia en los sucesos terrestres, sino que hay unas leyes inexorables que rigen la Naturaleza, como desveló Aristóteles; que no es el Sol, la Luna y las estrellas quienes giran a nuestro alrededor, sino que el Mundo es redondo y gira sobre su eje produciendo el día y la noche, y alrededor del Sol, haciendo las estaciones, como preconizaba el maestro Aristarco; que hubo un sabio bibliotecario en Alejandría, llamado Eratóstenes, que midió la circunferencia del orbe con un pequeño palo y un cordel, utilizando un cálculo llamado “regla de tres”; que todos los seres vivos, incluido el ser humano, tienen un origen común y evolucionaron en las mil formas hoy conocidas, tal como afirmaba Empédocles; que la forma perfecta de gobierno es la Democracia, inventada por los griegos, en la que los hombres libres nombran y destituyen a sus administradores, porque el poder está y debe estar siempre en las manos del pueblo, no en las de Emperadores, caudillos y reyes despóticos; que la esclavitud y la explotación desaparecerán un día, ya que solo perviven por el interés de los poderosos, y que entonces todos los seres humanos serán verdaderamente libres: los plebeyos, los que hoy son esclavos y las mujeres; porque todos han nacido iguales…
Todo eso me enseñaba el griego en nuestras inolvidables tardes, después de que dejara ir a sus alumnos, a los que ocultaba algunas de estas cosas, porque, como él decía, “no son políticamente correctas”. Era nuestro secreto y, seguramente, la causa de que hubiera tenido que huir de su Corinto natal para refugiarse en un modesto y anónimo puerto del otro lado del mar, como Lucentum.
Pero un día llegó a nuestras costas una gigantesca trirreme, tan grande que no podía entrar por la bocana de nuestra albufera y quedó anclada en la bahía. Su capitán desembarcó preguntando por el prefecto, a quien entregó una carta procedente de Roma. Y el griego fue apresado, maniatado y conducido a la nave, que se lo llevó para siempre.
-No llores por mí, querido Marco – me dijo, antes de partir al cautiverio – . Ellos no lo saben, pero yo he plantado en ti la semilla de la libertad, que es el conocimiento. Transmítela en secreto a tus hijos y que ellos la siembren en tus nietos, porque algún día todos los hombres y mujeres tendrán que ser libres. Y ningún déspota lo podrá impedir.
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