Cuando el abuelo venía a casa a pasar los fines de semana, toda mi familia cambiaba de aspecto. Mi padre, generalmente un hombre alegre y amable, se encogía ante aquel viejo terrible. Mi madre se encerraba en la cocina y se dedicaba a guisar, a planchar o a coser como si en toda la semana no hubiera tenido tiempo de hacer esas cosas. Mi hermana Doloritas desaparecía y se pasaba el sábado y el domingo con sus amigas, evitando así cruzar la mirada con el anciano. Yo era demasiado pequeño para comprender ciertas sutilezas y aún no me había percatado de la incomodidad que provocaba en mis allegados la presencia de mi abuelo Marcial.
Aquel hombre impresionaba por su aspecto y su actitud. Ya estaba más cerca de los cien años que de los noventa, pero su espalda permanecía increíblemente derecha. Su rostro enjuto, su mirada fiera y glauca bajo unas pobladísimas cejas blancas y, sobre todo, la nívea presencia de un enorme bigote que contrastaba con el recio y corto cabello castrense que coronaba su cabeza, no podían dejar a nadie indiferente. Habría que haberlo visto con su uniforme de general, cuando aún ejercía su profesión militar.
Aquel sábado, a la hora de la sobremesa, mi madre se había refugiado de nuevo  en la cocina, mientras mi padre dormitaba frente al televisor y yo jugaba en el suelo con el tanque que me había regalado el abuelo con motivo de mi sexto cumpleaños. En eso, mi hermana Doloritas cruzó el salón, camino de la calle.
-Adiós a todos, me voy a la manifestación – había dicho a mi padre con un beso y se acercó al abuelo para repetir la despedida. Llevaba puesta una camiseta malva en la que se podía leer “NOSOTRAS PARIMOS, NOSOTRAS DECIDIMOS”.
-¿A qué manifestación? – preguntó el abuelo, taladrándola con la mirada.
-A la de apoyo a la Ley del Aborto  – contestó Doloritas con naturalidad.
-¿Cómo te atreves? – aulló el viejo, temblando de ira – ¿No sabes que la vida es sagrada y que el aborto es un pecado contra la Ley de Dios? ¿Eso te enseñan tus padres? – y después de tomar aliento gritó: ¡El aborto es un crimen repugnante!
Sorprendentemente, Doloritas permaneció impasible ante el viejo, mientras mi padre se encogía más aún en su sofá y mi madre no se atrevía a salir de la cocina.
-Es curioso, abuelo – respondió mi hermana en un tono irónico, impropio de una jovencita de dieciséis años – ¿Por qué será que los que condenáis el aborto, en nombre de la vida, no condenáis la pena de muerte? Aquí ya no hay ejecuciones, gracias a la Democracia, pero en América y en China, sí; y nunca te he oído protestar por ello.
El abuelo había perdido el dominio de la situación.
-No es lo mismo, los ajusticiados son criminales.
-Pero la vida es sagrada, ¿no?  – respondió mi hermana – Incluso la vida de los más de 200 infelices que condenaste a muerte después de la guerra, cuando eras juez militar.
El abuelo palideció. La memoria se puede volver insoportablemente pesada, cuando alguien nos obliga a rescatarla desde los abismos de una forzada amnesia.
-¡Esos eran rojos! – gritó el abuelo, fuera de sí – ¡Criminales comunistas!
-¡Mentira! – le contestó Doloritas, impertérrita – Los había de todos los partidos, de Izquierda Republicana, anarquistas, socialistas, y hasta una pobre chica analfabeta de mi edad, a la que fusilasteis por “pegar panfletos subversivos”. ¿Dónde estaba entonces tu respeto “cristiano” a la vida, viejo fascista?
El abuelo saltó del sillón como empujado por un resorte y alzó su huesuda mano hacia el rostro de mi hermana; pero del lugar que ocupaba mi padre salió una voz poderosa: ¡No te atrevas a pegar a mi hija! ¡Ella vale más que tú y que yo!
Y el viejo juez militar, con la cara descompuesta y temblando de pies a cabeza, se marchó de casa y no volvió nunca  a visitarnos.