Walter era un hombre extremadamente sensible, romántico, cariñoso, educado y amable. Era el mejor vecino del poblado, siempre dispuesto a hacer un favor a un compañero, a ayudar a transportar la bolsa de la compra a una vecina, a entablar una conversación simpática con un niño de la vecindad. Su sentido de la estética era exquisito, incluso algo quisquilloso. No soportaba ver un cuadro torcido o un vestido de  mujer que no hiciera juego con los zapatos y el bolso. Su casa estaba decorada con un  gusto excelente, dentro de la modestia propia de las circunstancias. A menudo se extasiaba oyendo música sinfónica en su moderno tocadiscos y, aunque guardaba sus efusiones para la intimidad, se decía de él que no podía escuchar el Coro de los Peregrinos de Tannhauser sin derramar un torrente de lágrimas. Abominaba de la suciedad, el desorden y la cochambre. Todo alrededor de él debía ser, y lo era, perfecto. Él mismo también era un hombre perfecto, atlético sin rasgos de brutalidad, alto sin exageración, rubio y con un rostro viril de facciones que recordarían a una estatua griega. Todo era perfecto en Walter y su entorno. Y era su obra, pues su delicada sensibilidad no le hubiera permitido vivir en un ambiente que no fuese inmaculado.

            Aquella mañana se levantó a las 7 en punto, como siempre, y después de la ducha se dirigió al comedor envuelto en su batín de seda japonesa, recuerdo de cuando estuvo destinado como agregado militar en Tokio. Su hijo y su hija le esperaban sentados, muy derechos, a ambos lados de su lugar en la mesa, mientras la esposa, rubia y hermosa, traía de la cocina una bandeja con leche, café, tostadas, mermelada, mantequilla y salchichas. Como todos los días durante el desayuno, se habló de los estudios de los pequeños Friedrich y Frida y de la labor de Marga en la iglesia del reverendo Braun, que se ocupaba de un grupo de heridos de guerra en la vecina ciudad de Kattowitz. Walter no hablaba de su trabajo, nunca lo hacía; prefería escuchar a sus seres queridos y comprobar por sus comentarios que todo marchaba perfectamente.

            Al terminar, se dirigió a su habitación y se puso el uniforme. Ningún otro oficial podía presumir de vestir con un corte más elegante y perfecto; ni de haber gastado tanto dinero en pagar al mejor sastre de Düsseldorf. Después, salió a la calle. Hacía un excelente tiempo de primavera, sin apenas nubes. En el centro de la calzada le esperaba el desagradable sargento Schmidt, un hombre cejijunto y colorado, de rostro brutal y facha innoble, cuya presencia hería la sensibilidad de Walter.

-A sus órdenes, mi capitán. Tenemos un tren a las 9. Nos traen mil individuos.

-Avise al doctor – ordenó Walter, evitando mirar al sargento.

A la hora exacta – los trenes alemanes jamás se retrasan – llegó el convoy. De las entrañas de sus vagones grises surgió una muchedumbre de gente zaparrastrosa, maloliente y aterrada, que se apresuró a formar de a tres, a los gritos de los capos.

En alguna otra ocasión, la vista de un grupo de aquellas personas, por una calle cualquiera, le hubiera provocado nauseas. Pero el consolador pensamiento de que estaban allí para ser exterminadas y que las ciudades del Reich permanecieran limpias de seres repugnantes, fortalecía su ánimo.

-Solo he encontrado trescientos veinte aptos para el trabajo. El resto son viejos, niños y enfermos; así que irán directamente a la cámara de gas… Ah, y he separado tres parejas de gemelos para mis experimentos – le dijo un médico de bata blanca.

-Gracias, doctor Mengele – contestó Walter, mientras observaba con disgusto la amarillenta y desigual dentadura del galeno. Después, ordenó que se llevaran a los prisioneros, unos a los barracones y otros a un tétrico y sólido edificio de ladrillo.

-¡Hala – gritó el sargento al grupo de los condenados -, vamos a la ducha!

Y un niño sonrió a Walter, que le devolvió la sonrisa con un gesto de ternura. Era tan sensible.