La valla eterna, la muralla, el muro, la verja, la alambrada, la tapia, la empalizada, la reja, la barrera, la cerca… El ser humano no hace más que colocar impedimentos para que los otros no entren en zonas prohibidas. Las vallas de Ceuta y Melilla, la de Palestina, el muro de Berlín, el Muro de Adriano, la Muralla China…

            No soy un salvaje. Porque sea negro y africano no tengo que ser necesariamente ignorante y bruto, ¿verdad? Me licencié en filosofía en la Universidad de Kinsasa y la guerra, el hambre y la persecución política me trajeron hasta aquí. He cruzado desiertos y selvas, he sido robado, estafado y agredido. Estoy vivo de milagro. Pero me empeñé en sobrevivir y en llegar a Europa para ser un hombre, con mis derechos, con mi libertad, con una vida decente. He estado escondido en el Gurugú durante días, esperando que la mafia local me facilitara un puesto en una patera. Algunos compañeros lo consiguieron antes que yo… y murieron ahogados en el estrecho o fueron devueltos a su tierra de origen, donde más de uno será fusilado por disidente, o condenado a seguir padeciendo miseria y vergüenza en un país sórdido, a la sombra del palacio del tirano. Me cansé de esperar y ayer participé con varios cientos de desesperados en un intento de asalto a la altísima valla reforzada con cortantes “concertinas”. Ahora estoy encaramado sobre las alambradas. A un lado me esperan los policías marroquíes para apalearme y llevarme en un autobús al desierto donde moriré de sed. Al otro está la policía española, que en cuanto baje me llevará a empellones al postigo que conduce también a territorio marroquí. No tengo salvación ni esperanza, pero no quiero bajar. Mis compañeros han ido rindiéndose, agotados por horas y horas de estar subidos aquí arriba. Yo resisto, pero no sé para qué. Tarde o temprano caeré exhausto y me desnucaré o, si sobrevivo a la caída, me llevarán de nuevo a la inclemente tierra de donde vine. Mis brazos y mis piernas sangran, heridos por las cuchillas de la alambrada maldita. Y aquí estoy, en lo alto de la valla, intentando no dormirme ni desmayarme…

En los tiempos de mi abuelo no había vallas en África. Las familias vivían en la Naturaleza, del pastoreo, la caza y la recolección. Algunas veces había guerras tribales y los vencedores se comían a los vencidos. Nuestros abuelos eran salvajes y adoraban a dioses absurdos. Pero vinieron los hombres blancos, primero los misioneros que les enseñaron la religión del amor, el respeto… y la sumisión; luego, los colonos que los explotaron y les mostraron lo que es la esclavitud y el desprecio. Colmaron su desfachatez prometiendo la independencia a nuestros padres si luchaban en su guerra; y una vez que nuestra patria fue rescatada con su sangre y con la de los blancos enemigos de nuestros amos, ellos se fueron al fin, pero dejándonos bajo un gobierno corrupto, vendido a sus intereses, y construyeron vallas para que no pudiésemos ir a sus tierras a pedirles cuentas por sus malvados actos. Hipócritas, hipócritas, hipócritas…

Encaramado en la valla, con mi negra piel cubierta de hilillos de sangre, me esfuerzo por resistir y, para animarme, canto la canción guerrera que me enseñó mi abuelo, el viejo caníbal inocente:

“Me comeré tu corazón,

hijo de la noche.

Te venceré junto al río que es nuestro

y no tuyo.

Blandiré mi azagaya en busca de tu pecho,

y la pradera, mi familia y mi rebaño estarán de nuevo a salvo.”

Yo no tengo azagaya ni sabría usarla. Soy un remedo de hombre blanco, con la piel negra; y solo espero caer de la valla cuando mi corazón haya reventado de cansancio. Quizá entonces veré a mi abuelo, esperándome en la pradera azul de los cielos, donde no hay vallas ni hombres blancos.