Os contaré un cuento que guarda cierta similitud con aquel famoso del vestido mágico del Emperador:

“Un día, un hombre extraño se presentó a los eruditos de Barcino como el pintor más audaz y vanguardista del arte mundial, y les mostró un gran lienzo cubierto de arena pegada con argamasa, en cuyo centro un viejo trapo arrugado y sucio permanecía sujeto a las cuatro esquinas del bastidor, atado con unas cuerdas de las que colgaban unos cuantos pedazos de cerámica rota. Ante el evidente estupor de los sabios, les advirtió con severidad de que solo las personas muy preparadas y versadas en Arte podían apreciar lo sublime de la obra y lo profundo de sus significados. Y sin atreverse a rechistar, los notables le pagaron muy bien por su trabajo, que colgaron en el más grande de los salones del Palacio del Consejo. A partir de entonces, todo aquel que quería presumir de entendido en Arte se pasaba horas contemplándolo y dando rienda suelta, entre suspiros de sensibilidad, a su fantasía debeladora de singulares concatenaciones plásticas y hallazgos estéticos. Pero en una ocasión en que el gran salón estaba lleno de curiosos y admiradores de la extraña obra, un niño pequeño e inocente le preguntó a su padre en voz alta: Papá, ¿por qué en este palacio tan bonito han puesto basura colgando de la pared?”

Ayer estuve en el Museo de la Asegurada (Alicante) viendo una exposición dedicada al recientemente fallecido Antoni Tapies. Una amable muchacha, con ayuda de abundante material didáctico y reproducciones de obras de Ribera y de David (nada menos), intentaba explicarnos lo extraordinario de la obra de este notable presunto pintor catalán. La de esfuerzos dialécticos que tuvo que hacer la pobre para relacionar la bañera del difunto Marat con los garabatos de bañeras (por llamarlos de alguna manera) de Tapies. Al cabo de un rato, viendo que el rubor y las náuseas me delataban, opté por marcharme y dejar que la guía siguiera tejiendo artificiosos argumentos ante un cariacontecido grupo de turistas estupefactos.

No pienso de mí que sea un entendido, si no más bien un entusiasta del Arte. De siempre me han fascinado los trabajos de personas geniales, como Giotto, Rubens, Velázquez, Rembrandt, Goya, Ingres, David, Monet… y también de Kandinski y otros abstractos que, abandonando toda servidumbre figurativa, se han entregado a la búsqueda pura de la estética. A menudo me pregunto qué busco en el Arte. Busco la belleza, busco la chispa del genio, busco la conexión entre el autor y mis sentimientos más profundos, y busco el mérito; porque si yo, o cualquiera, fuera capaz de hacer lo mismo con un mínimo esfuerzo, ¿por qué iba a merecer mi admiración? Lo que pasa, creo yo, es que al Arte ya se le han hollado todos sus caminos y cada vez es más difícil ser un creador original. Y eso ha dado lugar a la obsesiva búsqueda de lo insólito. Y así es muy fácil caer en manos de estafadores, epígonos de los sastres mágicos del cuento.

Me pregunto si el fenómeno Tapies, con otros contemporáneos, no será más un asunto sociológico que artístico. Lo importante, me parece a mí, es averiguar cómo es posible que los seres humanos de este siglo hayan confundido el arte con la basura colgada al buen tun tun de una pared. Porque hay otros artistas actuales que nos muestran una interesante búsqueda estética más o menos abstracta, incluso hecha también con deshechos, que podría estar justificada y ser enriquecedora e ingeniosa; pero el pedestre Tapies no tenía ni gracia, aunque sí una osadía descomunal.

Lo siento, seguramente algunos pensarán de mí que soy un analfabeto artístico. Aunque yo prefiero verme como el niño inocente que gritó ante la Corte consternada del cuento: “Mira, el Emperador va desnudo”.

Y que Dios nos libre de los entendidos profesionales y los pedantes.