María observaba por la ventana mientras intentaba concentrarse en su presentación grupal. Lamentablemente, estaba absorta en sus pensamientos sobre cómo acomodar su cabello para una foto que perfilaba su mirada hacía el vacío bajo la luz de la luna llena.

La hora pasó y su trabajo no se había movido un ápice. A ella le tocaba explicar la evidencia del estudio a presentar. Como hablar en público no la intimidaba, se le ocurrió apoyar su intervención en la lectura de un resumen que, con un poco de ingenio, podía hacer con discreción. Resuelto el problema, se acomodó en la cama para ver su serie.

La serie narraba la vida de Cynthia, una chica que llegó a New York esperanzada con convertirse en una actriz de cabaret. Cynthia tenía una voz que podía suavizar hasta el corazón de un faraón. Era delgada, morena, con pelo rizado y mucha personalidad. Su esbelta figura proyectaba una silueta envidiable la cual adornaba con una sonrisa inocente. Lo tenía todo y María lo sabía. Es más, se identificaba con la persistencia del personaje de tal manera que creía que ella también podía convertirse en actriz. Es por eso María se dedicaba en cuerpo y alma a grabar escenas de la serie.

A los pocos meses de haber grabado su primer clip, comenzó a hacer voluntariado en el teatro local. Ayudaba con la limpieza, las luces, los juegos de sonido y haciendo lo que sea que se le pidiese. Secretamente, esperaba ser notada y ser ofrecida un rol.

Su idea era iniciar desde abajo en una obra humilde y subir los escalones hasta el estrellato. Paulatinamente, se fue adentrando más en el mundo del cine a la vista insulsa de sus padres. Entusiasmada por un escueto apoyo virtual, María se adentró en su mundo en picada. Se tiñó su cabello, se compró ropa, y se sometió a un régimen de ejercicio.

También hubo sus burlas y mofas por las redes, pero a ella no le importó.

– La perseverancia todo lo puede y todo lo alcanza, – se insistía.

María siguió su camino trazado haciendo voluntariado y alimentando su realidad con redes sociales. Un día, la constancia le abrió las puertas con el director de la obra de verano. Resignado, este aceptó darle el papel de la sirvienta entrometida por falta de otra candidata.  Ese mismo día, María anunció su primer gran rol a sus redes.

Los ensayos apenas habían comenzado y María ya se sabía todas sus líneas. Estuvo tentada a hacer cambios para humanizar su personaje, pero el director se negó. En consecuencia, optó por un cambio más sutil que no debería contravenir la esencia de la sirvienta: la haría más frágil con una transformación física digna de las grandes de Hollywood.

Los días de ensayo pasaron uno sobre otro y cada día, María salió a correr para luego saciar su apetito con brócoli. Poco a poco perdió peso, sus pómulos se hundieron, su pelo se hizo más ralo y sus huesos se marcaron. Nadie lo notó, tal y cómo ella lo quería.

Finalmente, el día de estreno llegó. Para el asombro de todos, el teatro se llenó. Todos los actores estaban emocionados ante lo que parecía un buen presagio, pero María no le puso atención, estaba inmersa en su religioso repaso de líneas. Se sentía débil, pero ese no era el momento de flaquear y se conformó con un sorbo del suero líquido.

La adrenalina la preparó. Sus líneas eran escazas, pero eran lo suficiente para demostrar su valía como actriz. Minutos antes de empezar, dio una vuelta por el escenario para asegurarse que todo estuviese listo. Luego, se paseó por la cabina de luces. No sabía muy bien cómo funcionaba el equipo, pero todo parecía en orden. Bajó las escaleras y al ver a sus padres sentados cerca, aprovechó para recordarle a su madre qué y cómo debía de grabar. Llegó a los vestuarios y se bañó con perfume. Quería que todos sus sentidos estuviesen atentos para lucir mejor su transformación.

La obra comenzó y María comenzó su recital. Lo hacía con tanto drama que por un momento juró que los aplausos eran para ella. Minutos después, llegó su momento.

– Ahora sí.

Al subir al escenario, el shock le chupó el aire al teatro. El escenario se quedó perplejo ante su delgadez. María, incapaz de matar una mosca, había radicalizado su figura. Con pómulos ruborizados y 18 kilos menos.

– Señora, ¿me llamó? – recitó.

La audiencia, por mientras, se quedó atónita ante lo visto y ella lo interpretó como una alabanza en mudo.

– Por favor, asegúrate de dejar las teteras impolutas, – exigió el personaje de la actriz principal.

María no pudo reaccionar. Sonrió con un ademán mecánico, pero no pudo pronunciar una palabra. Ya no era el cansancio lo que la doblegaba sino los nervios y la ansiedad. Su estómago se retorció con el reflujo que la bebida le había provocado y por un momento sintió la bilis subir por su boca, pero se forzó a tragarla.

– Cuando termines te puedes ir, – concluyó la actriz.

La escena terminó, la obra siguió y María se recostó en su silla. Lo cierto era que su rol era tan pequeño que su error poco habría cambiado. Minutos pasaron y la euforia le bajó con el sudor. En ese momento, alguien le tocó el hombro.

– Hay que cerrar, – dijo.

María, en un aire de dramatismo, bebió el resto de la bebida y salió a atender al público que se había puesto de pie para felicitar a la obra. Extrañamente, María sintió una mezcla de euforia y frustración filtrarse en su sangre.

María saludó y con ello se cerró la obra. Su transformación había tenido el efecto deseado y, animada por un par de comentarios online de personas que desconocía, se esmeró en seguir adelante. Su perspectiva de había distorsionado y no estaba dispuesta a dar media vuelta. Siguió tomándose fotos, viendo la misma serie y en los mismos huesos, en la misma habitación, con las luces nuevas y los vestidos nuevos. El mundo seguía adelante y María lo miraba desde su ventana.