Los habitantes de Pueblo saben bien el valor del trabajo arduo. Desde niños, se les ha educado en el viejo refrán: “el que no trabaja, no come”. Uno diría que este pensamiento ha sido la piedra angular de Pueblo ya que sería inusual ver a sus 100 habitantes haciendo otra cosa que no sea trabajar.

Mientras los niños y niñas de Pueblo asisten a la escuela de Doña Marta, el resto de la comunidad trabaja directa o indirectamente para Don Eusebio y su empresa, una gallinera que exporta huevos todos los días de Dios hacia la gran ciudad. Hace años, la empresa no era más que una simple tienda de abarrotamiento, hoy, es toda una empresa consolidada.

El padre de Don Eusebio, el Señor Eugenio, viajaba dos veces por la semana a comprar alimentos que intercambiaba con sus vecinos en una especie de trueque. De manera que todos podían disfrutar de los bienes de todos sin tener necesidad de más. Sin embargo, cuando el Señor Eugenio murió por causas desconocidas, Eusebio, quien tenía unos 25 años, heredó la tienda y poco a poco la convirtió en una máquina ponedora de huevos. Habiendo estudiado Comercio, este decidió comenzar a cobrar por los productos que su padre recogía todas las semanas. En buena fe, los vecinos pagaban lo que se les pedía y accedieron a vender por un precio simbólico lo que sus tierras producían.

Cuando cumplió 30, Don Eusebio se hizo con suficientes fondos e inauguró La Granja de Don Eusebio. Alabado por sus logros, persuadió a los humildes pueblerinos a trabajar para él y así obtener una ganancia fija. Pero Don Eusebio era listo. Desde muy temprano, convenció a los pueblerinos de que lo mejor para la Granja era lo mejor para ellos, por tanto, había que garantizar las ganancias y hacer crecer la economía de Pueblo.

– “Lo que es bueno para Pueblo, es bueno para todos”, repetía.

Era tan listo que, con las ganancias, compraba libros para la escuela de Doña Marta; libros que alababan la bendición de la inversión empresarial y el importante rol que esta fungía en el bienestar de las comunidades. Es así como los niños aprendieron a jamás cuestionar la buena labor de personas como Don Eusebio, sino a elogiarlo por dar una ración de huevos a sus empleados para comer. No sabían qué cuestionar, solo sabían que la Granja les garantizaba un empleo en el futuro y un plato de comida para cada noche. Lo demás, era cosa de rumores. Ninguno se portaba mal porque la buena costumbre de Pueblo también les inculcaba a respetar las normas sociales y a jamás tomar un rol antagonista. Doña Marta daba las gracias por ello.

Dentro de la Granja las cosas eran siempre rutinarias, lo que contribuía a albergar esa calma que enorgullecía a Pueblo. Desde muy temprano, un grupo de trabajadores preparaba el agua, abría los nidos y servía la comida a las gallinas. Otro grupo entraba a fregar los bebederos, y luego se recolectaban los huevos que las gallinas ya habían puesto. Estos eran minuciosamente colocados en unos compartimientos de plástico rudimentarios, los cuales eran cargados por otro equipo que se los entregaba a los de empaquetado. El proceso se repetía hasta que atardecía y las agotadas aves se retiraban de regreso a sus nidos. Un último equipo seleccionaba gallinas que caminarían al matadero en donde su carne se prepararía para vender en la gran ciudad. Este último era uno de confianza de Don Eusebio, quien en recompensa les ofrecía gallina para que cenasen dentro de la empresa.

El resto de los trabajadores desconocían los detalles de la Granja y solo se dedicaban a cumplir con sus responsabilidades. Sabían muy bien que lo mejor era contribuir y no cuestionar. Sus días comenzaban a las 5 de la mañana fuera la época que fuera. En ciertas temporadas, como Semana Santa y Navidad, les tocaba trabajar más ya que había mayor demanda por los huevos. Las rutinarias 10 horas de trabajo palidecían frente a las inclementes 14 que los festivos les traían. Desde luego, trabajaban con el mayor ánimo del mundo ya que esas fechas, eran las del Viernes Santo y el Año Nuevo – días de descanso. El resto del año, trabajaban y trabajaban pues estaban convencidos que cada gota de sudor era pan ganado. Cuando uno de sus compañeros se enfermaba, este perdía la ganancia de ese día. El resto debía de ingeniárselas para cubrir su inasistencia y sacar el trabajo adelante. Todos se apoyaban uno al otro, así que ellos no veían un problema. Don Eusebio, jamás se entrometía, para eso tenía sus hombres de confianza. No, él simplemente se dedicaba a observar todo lo que ocurría desde el cristal prístino de su despacho. Él estaba demasiado ocupado con la contabilidad, actividad que recelaba y por tanto hacía personalmente.

La empresa crecía y crecía, pero nadie se daba cuenta. De vez en cuando, el bueno de Don Eusebio ofrecía un bono al empleado del año y otras hacía una donación al pueblo. Algunos sospecharon que había hecho esto para asegurarse que las bajas laborales fueran justificadas o para optimizar el rendimiento de sus empleados, pero la gran mayoría ni siquiera cuestionó su bondad. En épocas donde la seguridad laboral era carente, tener un puesto fijo era bienvenido.

Era así como las ganancias de la empresa se mantenían en secreto. Nadie, excepto él, las conocía. Cuando la Granja ganó un 10% más que el año anterior, la noticia alabó el buen desempeño de la empresa e invitó a Pueblo a seguir trabajando. Nadie cuestionaba a Don Eusebio por no repartir las ganancias, después de todo, quien arriesgaba con la inversión era él y no sus trabajadores. Esto jamás se podía olvidar. Por supuesto, Pueblo aplaudía porque veía como su esfuerzo contribuía al crecimiento económico de la empresa y Pueblo, aún si muchos empleados morirían siguiendo la misma rutina en el mismo lugar.

En las épocas secas y en las lluvias de verano, Pueblo se mantenía fiel a sus costumbres y a su trabajo. Después de todo, sus hijos tenían una educación barata, sus mujeres siempre tenían una buena ración de legumbres, y ellos tenían un salario fijo.

Las cosas podían ser mejores, pero para Pueblo las cosas estaban bien porque la Granja estaba bien.