Tenías unos diez años cuando escribiste tu primer texto. Ni siquiera era eso, sólo un párrafo, dices. Tenías unos diez años cuando escribiste tu primer texto con conciencia de escritor. Antes, a esa edad iniciática de los siete años, tu maestra de primaria seleccionó un cuento tuyo en el que unías El Séptimo de Caballería y una banda de brujas con escobas voladoras. Tu imaginación, entonces, la habitaban personajes extraordinarios que brotaban de la Sesión de Tarde de los sábados para anidar en tu cabeza. Espadachines, legionarios romanos, pistoleros, exploradores, guerreros indios, vikingos, caballeros de armadura, piratas, que después tú emulabas con disfraces improvisados. Rescatas joyas maravillosas de aquellas tardes: La máquina del tiempo, Ivanhoe, Miguel Strogoff.

La maestra, impresionada porque tus palabras y tú no teníais la misma edad, seleccionó el cuento para una tosca revista escolar, copiada en unas planchas de gelatina que multiplicaban, en tinta violeta y olor a pescado, los textos. Una rudimentaria fotocopiadora que hoy te parece parte de un pasado demasiado primitivo para pertenecerte. Sentiste por primera vez el peligroso filo del orgullo. Nada más.

La conciencia de escritor vendría después. Apenas una decena de líneas. Hoy darías lo que fuera por recuperar aquella pureza. Sólo recuerdas que había un detective de gafas oscuras y tantos clichés como palabras. Entonces sólo leías las novelas de Lafuente Estefanía que robabas a tu padre, antes de que llenase su maleta con ellas para el próximo viaje. Un día hay que escribir todo eso, piensas.

Leíste a tu madre y a tu tía lo que habías escrito. Recuerdas que te miraron condescendientes. Es uno de esos casos extraños en los que tu memoria rescata todos los detalles. Tu madre hacía la cama. Tu tía estaba de pie, delante del armario. Leías aquel párrafo inicial escrito en una libreta Enri de tapas rojas, grapada por la parte de arriba. Todo temblaba: la libreta, las manos, la voz. Era tu primera exposición pública. Y tu primera crítica. Les pareció todo demasiado preciso. Ahora piensas que aquello quedó impreso en ti con más fuerza de la que crees. Por eso huyes de las descripciones.

Él también huye de las descripciones. Vuestro primer contacto fue en aquel piso de estudiantes de la calle Caravaca. Ahora te parece que muchas cosas empiezan allí. Tenías veinte años. Él tampoco llegaba a la treintena. Un compañero de piso te habló de su libro. Y aquella chica que te tenía loco. Hiciste un amago de lectura. Lo odiaste desde las primeras líneas. Tu crítica fue feroz: no dice nada, yo también podría escribir así. Ahora sabes que te cegaba la envidia. Era un escritor, casi tan joven como tú, que había irrumpido en la literatura como una estrella de rock.

No lo sabías todavía, pero aquel sentimiento que te acompañó durante años era otro: querías ser como él. Detestamos a quien nos recuerda a nosotros mismos, dices. Según Rodrigo Fresán hay dos tipos de escritores/lectores, los que ante una obra piensan ¡Qué suerte que se le ocurrió a alguien? y los que suspiran ¿Por qué no se me habrá ocurrido a mí? Supones que todo aquel largo tiempo estuvo repleto de suspiros.

Te gusta visitar las librerías en busca de voces. Eres uno de esos escritores que necesita leer a otros escritores que le influyan en lo que está escribiendo. Al menos al principio del proceso creativo. Evitar las interferencias. En una de esas búsquedas abriste un libro suyo al azar. No sabes por qué. Tal vez por una voluntad inesperada de reconciliación. O por la portada: una fascinante fotografía de Gary Cooper tomada por Robert Capa. Pocos saben que en realidad no era un hombre quien disparaba la cámara, sino una pareja que compartió mucho más que la fama, dices. El primer párrafo de Trífero te golpeó de tal manera que tuviste que cerrar el libro y comprarlo con urgencia, como si pudiera salir volando de tus manos. Después la novela pierde punch, pero aquellas líneas merecieron la pena: te abrieron la puerta de toda su obra.

Has leído todos sus libros. El lisérgico Héroes. Los sublimes Tokio ya no nos quiere, Caídos del cielo, Días extraños, El hombre que inventó Manhattan. Y aquella primera novela que abominabas: Lo peor de todo. Incluso has leído los peores, los que imaginas escritos en crisis, los que se esconden acomplejados entre otros libros de tu estantería.

Lo viste en una entrevista reciente. En ese programa sobre libros que en ocasiones amas y en otras detestas. Otra vez el Bien y el Mal al que se refería Fresán, piensas. Confesó que intentaba vivir sin móvil, sin redes sociales, sin demonios digitales. De nuevo deseaste ser él. Seguía pareciendo una estrella del rock. Una vieja leyenda. No tan vieja, dices. Apenas os lleváis unos años.

A veces imaginas que te encuentras con él, porque de tus Confesiones es el único que sigue vivo, y porque tú crees en Duncan Watts y la teoría de los seis grados como quien cree en los fantasmas. Le pides perdón por los años de odio. Os reís de la anécdota. Fumáis juntos. Sientes envidia de sus tatuajes. Le preguntas la hora, pero no lleva reloj. Quieres decir algo ocurrente. Le cuentas que hace poco tu mujer leyó uno de sus últimos libros. Estaba impresionada porque sus palabras le recordaban a las tuyas. Sentiste el comentario como un elogio. No te has convertido en él. No eres él. Pero al menos vuestras voces se parecen. Algo es algo.