“Compré esta casa / Y la arreglé con mis manos / Planté los árboles / Y las flores / Vinieron los insectos / Y los pájaros / Y los sapos y las culebras / Balan las ovejas y las cabras estabuladas / En el corral vecino canta el gallo / Y en el monte los ciervos / Berrean por las hembras / Compré esta casa / Y la arreglé con mis manos / Y soy el único extranjero / De este universo excéntrico / Yo no soy el centro / Yo no soy el que soy / Yo soy nada”.

Federico de Arce (Cieza, Murcia, 1968) es escritor y pensador. Licenciado en Filosofía y Letras por la Universidad de Murcia. Actualmente ejerce como profesor de Lengua y Literatura en Toledo, donde ha desarrollado la mayor parte de su carrera profesional y de su obra. Escribe en su nombre, pero también en el de sus heterónimos, entre los que destacan José Luis de la Bodega, Anna y Hans Schliemann, Abraham Abravanel, y el poeta chino Hu Zi. En el año 2005, obtuvo el primer premio en la segunda edición del certamen literario Dulce Chacón con el relato Piratas.​ Desde 2019 coordina la colección de poesía internacional «Ultramarina», de la editorial Mochuelo libros, una serie de antologías de poetas españoles e hispanoamericanos, cuya particularidad es que los poemas han sido seleccionados por ellos mismos.​

A parte de algunos ensayos, en ficción ha publicado ¿Por qué no hay una Hofbräuhaus en Toledo? (Caja Castilla-La Mancha, 1997), La voz de El Shaday (Descrito ediciones, 2014)​ y La vieja (Descrito ediciones, 2015). Sus poemarios son: Miel de Brujas (Descrito ediciones, 2009; edición digital, 2016); Aguas arriba de mi madre (Amargord, 2016); Alma de cántaro (Huerga & Fierro, 2017); Un mal español (Mochuelo libros, 2019) y Jugando a las casitas con Emily Dickinson ( Aletría, Mochuelo libros, 2020).

Jugando a las casitas con Emily Dickinson es un libro de amor en toda la amplitud del término. Un compendio de poemas gestados con el aliento de la vida, con la sencillez del que es capaz de mirar y vivir desde la humildad y el asombro de un niño. Un Universo de intuiciones que Federico Arce ha ido guardando durante dieciocho años en un cuaderno y que dan forma a esta cuidada obra, presentada como un precioso regalo de cumpleaños para su hija Carmen.

“Cuando era niño / Contaba las estrellas / Como esta noche / Cuento las estrellas / Con Carmen / Por el placer de confundir / Un poco de infinito / Con toda la eternidad // Cuenta borreguitos / Si no tienes sueño / Cuenta borreguitos / Y te dormirás / Borreguitos / Son las nubes en el cielo”.

A partir de citas de Ludwig Wittgenstein, el poeta vertebra cada capítulo y nos acerca al concepto místico de Naturaleza; a ese Dios que se muestra a través de todo lo que nos rodea. Y es que, más allá de cualquier concepto de origen, la propia indagación nos sitúa en un punto en el que la vida y la muerte se confunden. Lo sagrado se abre camino entre lo cotidiano, en un espacio habitable desde el vacío, desde la espiritualidad que nos proyecta sobre cada elemento, cada objeto, cada ser.

“Dios o la naturaleza / No significa / La naturaleza o la realidad / No quiere decir / La naturaleza tiene leyes / Si tiene leyes / No es de la naturaleza / De lo que hablamos // No tiene leyes la naturaleza / No puede ser definida / Fluyendo continuamente / No ha sido creada / Por ningún dueño / Que la haya dotado de leyes / Ni siquiera se muestra / Vaciado en ella el dueño se llena”.

El huerto donde pasan el tiempo Carmen y Federico es un lugar eterno que convierte en inmortales a los pájaros. Un lugar donde el poema no está en las palabras, ni en los símbolos, sino en algo que traspasa el lenguaje y da fe de una existencia que pone de relieve la fragilidad del ser humano.  La niña pregunta mientras crece y el poeta recupera la niñez, si es que alguna vez la perdió. Juntos coinciden en los grandes temas de la poesía y dialogan de todo aquello que muere al ser nombrado.

“Cómo explicarle a Carmen / Que Alitas será el petirrojo / Que le cantaba a Emily Dickinson / Volverá el petirrojo volverá / Aunque ahora seamos nosotros / La melodía en fuga / Volverá no sé en qué árbol / Todos los mayos volverá / No sé en qué árbol / Se duerme mi hija / Sobre mi pecho / Escucho latir su corazón / Es una liebre / Que corre asustada / Entre los galgos / Me despierto en el miedo”.

La magia del silencio, de la verdad sublime y de la belleza está contenida en este ejercicio que rebasa los límites del género poético. El autor muestra la vida, porque hay cosas que no se pueden decir. Y así lo explica en la carta de presentación que sirve como pórtico y dirige a la ilustradora Andrea C. Ferrari. Sus imágenes acompañan las palabras del poeta con una serie de collages en los que “se entremezclan flores, peces, animales fantásticos, constelaciones…” y nos introducen en esa casita de muñecas desde la que contar hormigas, contar estrellas, o tomar el té mientras se expande la conciencia.

“Amo a mi hija / Sin amar el verbo amar / Soy una nada que ama // Los pájaros son pájaros / Loba es Loba / Carmen es Carmen / Yo soy Otro // Confío en la nada / Confío en las palabras / Que dicen de la nada // Florecen los pájaros / En el azul son palabras / Que vuelan más allá / de la gramática”.

Federico de Arce escribe para vivir. Su obra se conforma desde el pensamiento profundo y la meditación, desde el sentir religioso que trasciende todas las religiones. Se define a sí mismo como “spinozista” y ha hecho suya la ecuación Deus sive natura. Dice el autor: “Creo con Spinoza que no hay diferencia entre cuerpo y alma, que se piensa con todo el cuerpo, que nunca se sabe lo que puede un cuerpo. No obstante, ‘cuando nos invade la pesadumbre, dónde sentimos ese pesar’. Pienso, con Wittgenstein, que ese no lugar en el cuerpo sea quizá el alma”. En Jugando a las casitas con Emily Dickinson, el amor, la alegría, la compasión y la sencillez se funden con el discernimiento, con la complejidad de la luz y todas las oscuridades. Todo en un cosmos, un no lugar, donde leer, pensar, sentir y jugar a corazón abierto. Leamos.