Se desembarca en este mundo complejo, por desgracia, sin un manual, sin un librillo de maestrillo que nos indique el sendero correcto, que nos alumbre el verdadero camino y nos proteja del tropiezo. Se llega desnudo a este mundo, sin herramientas. El ser humano, en la mayoría de los casos, debe improvisar precipitadamente una solución a sus repentinos contratiempos. No existe, ay de nosotros, una brújula infalible que oriente cabalmente nuestros pasos. El universo y sus permanentes contingencias, que tanto atormentan nuestro presente, nuestro futuro inmediato. Abordamos este mundo precioso sin una guía personal e ilustrada que nos ayude a tomar las decisiones acertadas, que nos señale con rotunda precisión la opción más apropiada.
Resulta desolador observar, pues, a falta de esa brújula, sin el socorro de ese valioso apoyo, cómo una inmensa multitud de personas recurren al alcohol para fortalecer —para persuadirse erróneamente de que así fortalecen— su carácter, para revestirse de una imaginaria coraza, para tratar de mitigar diariamente el temblor que les provoca una situación embarazosa, para combatir el miedo, la ansiedad y la incertidumbre que suscita, en algunos, incluso el menor de los conflictos. Resulta estremecedor ser testigo impotente del drama cercano, familiar, del terrible vuelo en caída libre de esas personas, tan admiradas ayer por nosotros, que escogieron el alcohol como única alternativa posible, como sagrado remedio de todos sus problemas. Y nuestro corazón protesta amargamente.
En el origen de la tragedia, cuando todavía se navegan las aguas alborotadas de una tierna juventud, masas abigarradas de individuos se revuelcan y chapotean alegre y cándidamente en los abrevaderos nocturnos, como bestias molidas por el esfuerzo de la jornada. Una copa para socializar, una copa para teñir el ambiente de humor y camaradería, una copa —o mejor tres— para hacer acopio de audacia y entablar una conversación con la chica, para declararle a toda prisa un falso amor. Una copa más, al rayar el amanecer arrebolado, para extraer de las entrañas el lado más patético y salvaje del ser humano, y mostrarse al mundo como un agresivo energúmeno, como una bestia endemoniada que se libera de sus gruesas cadenas, como el despojo miserable y prescindible de toda sociedad. No es únicamente el riesgo que supone una desmedida ingesta, no es solo la grave y alarmante intoxicación: es el pernicioso hábito que se crea, es la estrecha combinación, la fatal simbiosis entre alcohol y diversión que en muchos casos determina un destructivo e irreversible modo de vida.
El valor renovado, el necesario arrojo, el desahogo, el inmediato paraíso prometido, el urgente consuelo, el olvido de las agrias tribulaciones, el auxilio en mitad de la impetuosa tormenta, el susurro acariciador de alivio en medio de la noche más oscura, las brillantes respuestas que lograrán desembrollar cualquier escollo en la vida… Todo esto parecen buscar estas personas, con ahínco y viva desesperación, víctimas de una espantosa debilidad. Todo esto creen hallar, amigo mío, en el fondo del vaso.