Nuestro ibérico abolengo descansa cómodamente sobre un amplio y mullido colchón de refranes. De sabios refranes, que todo lo pueden, que todo lo alumbran: tiran más dos pelotas que dos carretas; ahí se alza uno. Dame fútbol y dime tonto. Este último, variación explícita y concreta del anterior y piedra angular del espíritu mediterráneo —ríase usted del insufrible aceite de oliva—, nos ayuda a desempolvar los mimbres de la siguiente tesis: le falta a uno diccionario para describir el abismo negro y la insoportable fatiga de una semana festiva —o unos meses de estío, horror superlativo— sin partidico de fútbol por la tele. Un verano sin Eurocopa, sin Mundial y sin Liga suscita la insoslayable voluntad de agarrar la ventana y echarse a volar como una mariposa. Triste asunto. La carencia de fútbol, no el vuelo redentor, se entiende.
Los fines de semana vacíos de pelota camina uno por la acera con el paso temblón y torcido, con la abrumada cabeza orientada a otra cosa, a algo gris e indefinido. Se va al colmado a por lechuga y se vuelve con zurrapa de lomo. Los apuntes de la carrera no, aquello no entraba ni empujando, pero los reglamentos futbolísticos se los sabe la parroquia al dedillo. Se corea la regla con el tinto enarbolado, aporreando el mostrador con puño de acero. Las exclamaciones amorosas del sagrado tálamo, cuando se alcanza la cumbre orgásmica, no son sino chillidos de euforia deportiva, de ganar en casa por goleada, de clavarla fuera de tiempo. A buen fútbol no hay pan duro.
El descrédito actual de la política tiene mucho que ver con la falta de un escudo en la pechera. Ay, si más de uno acudiera al Congreso con la bufanda del equipo arrollada en el cuello. Hasta el CIS contendría la gotera, echaría nuevos humos. Ay, si más de una acudiera a la Cámara Baja no con dos, sino con un buen balón reglamentario. Intercambio de agitados aspavientos, exaltadas diatribas en las bancadas, y después, para reforzar los aires de cofradía, un aúpa Atleti o un visca Barça a pulmón, con el rostro colorado. Comicios no, tandas de penaltis. Ojo con la tendencia de voto, que se dispara, que revienta. Falta en la frontal del área, barrera de tres. ¿Quiere usted aprobar los presupuestos? Métala por la escuadra. Roza el palo y acaba en el graderío, mala suerte: otro año con los presupuestos descosidos. En la aprobación de la reforma laboral hubo mano —de la Mesa del Congreso—, pero el VAR no quiso entrar. Sigan, sigan. Al votante le gusta que corra la pelota, que se presione arriba, que se abran los extremos, que se le entre por detrás al contrario, si no hay más remedio —se escapa con una moción de censura por la banda—, y se le atice una patadita estratégica en el tobillo. Hay que sudar el traje en la bancada, que por algo les pagan. Deje usted la demagogia soporífera: remates a puerta y chascarrillos, y navajitas plateadas en el riñón, bajo los palos, entre miembros de familia.
“Más pan y menos circo”, reclama el prudente, apelando al sentido común. Pero la afición, enardecida, que ve sangre y siempre es poca, le estampa en el hocico la radiante cartulina roja del paroxismo.