“Todo era Marzo y otros relatos” es un libro de relatos realizados por autores y autoras de la provincia de Alicante que han participado desinteresadamente para el desarrollo de una obra que desde el sector de la cultura respalde las necesidades sociales de las personas y que estará en las librerías desde el próximo día 18 de diciembre.
Esta iniciativa se emprende desde la literatura con el objetivo de atender las necesidades surgidas en el combate social e institucional hacia la COVID-19 que afecta no solo a España sino al conjunto del planeta.
El objetivo de este libro de relatos es dedicar el 100% de los fondos de su venta para que la entidad Alicante Gastronómica Solidaria pueda seguir realizando menús para todas aquellas familias afectadas por la pandemia.
Alicante Gastronómica Solidaria es un proyecto llevado a cabo por voluntarios del sector de la hostelería de la provincia de Alicante, con el que se pretende atender las necesidades de comida de personas de todos los rincones de la provincia (Alicante, Alfaz del Pi, Altea, Benidorm, Elche, Finestrat, Relleu, Sella o Torrevieja) habiendo realizado 200.252 menús hasta la fecha.
Uno de sus autores es Mateo Darrán. Nació en Ontinyent en 1975 y está afincado en la ciudad de Alicante desde hace años, donde imparte clases de lengua y literatura, es autor de las novelas El horror, la chica y Marlon Brando (Ediciones Barahúnda, 2018) y Toda la verdad sobre Charles Bukowski (Libros Indie, 2020). Es también colaborador de la revista cultural LOBLANCcon la columna literaria Confesiones de un lector de mierda, en la que ofrece una visión muy personal de algunos de los autores fundamentales de la literatura contemporánea.
Como anticipo para los lectores y lectoras de LOBLANC, os presentamos su relato publicado en esta obra, como avanzadilla de la misma y que os permitirá conocer su calidad y, por tanto, interesar la adquisición de este libro para ayudar a este proyecto solidario de la provincia de Alicante.
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Como una mañana de domingo después de una fiesta
Mateo Darrán
Ella pasa la mañana afilando cuchillos. Se sienta en la cocina, o se queda de pie frente a la ventana. No sé qué mira, porque entra en una especie de trance. Imagino que todo lo que está más allá del ritmo que adquieren sus manos es como una gelatina que se funde, o como estar bajo el agua. Incluso me habla, pero igual que te habla un niño que se despierta a media noche y se encuentra entre el mundo real y la pesadilla que lo desveló. Estoy aterrado. Miedo no es la palabra exacta, pero se parece bastante.
Los filos se deslizan por el borde de ese óvalo gris que sujeta con la mano izquierda con una habilidad desconocida para mí. Hay días en los que pienso que esa piedra es la que ejerce un efecto hipnótico en ella. La encontré el primer día que llegamos a la cabaña.
—¡Eh, mira! —le dije—. ¡Alguien ha dejado una piedra en el cajón de los cubiertos!
Ella abandonó lo que estaba haciendo para ver el hallazgo. Abrió tanto los ojos que pude distinguir matices azules que no había percibido aún.
—¡No es una piedra! —dijo—. ¡Es carburo de silicio!
—¿Qué?
—¡Carburo de silicio! —repitió—. Agarró la piedra y la sostuvo como un trofeo.
—Tiene forma de canoa —dije.
—¿No sabes lo que es? —preguntó animada—. ¡Es un afilador!
Soltó una carcajada. La piel de sus mejillas se volvió rosa. Me contagié de su euforia y sonreí.
Eso fue casi al principio del fin del mundo. Así decidimos llamarlo. Era divertido, como alargar unas vacaciones. Nos sentábamos en el sofá y tomábamos vino y la tarde caía.
—Me siento igual que si estuviese en una película —decía ella—. Una de esas de catástrofes naturales o de edificios en llamas.
—Somos espectadores de un momento histórico equiparable al estallido de una guerra.
—Espectadores no —insistía ella—, protagonistas.
De algún modo nos sentíamos importantes, como si lo que nos estaba pasando no estuviesen sufriéndolo también millones de personas.
Luego hablábamos de cómo el ser humano es capaz de adaptarse a cualquier situación y de cómo los hechos que transforman el mundo nunca ocurren con la contundencia de una fecha en un libro de historia.
—Ni siquiera se trata de sobrevivir —decía yo—. Es tan simple como vivir.
—Vivir a secas.
—Piensa en el Diario de Ana Frank, cuenta el horror cotidiano sin ser del todo consciente de la magnitud del contexto que lo rodea.
—¿Cuánto crees que va a durar esto?
Me encogía de hombros y bebía más vino porque no sabía si se refería al fin del mundo o a lo nuestro. Después fueron cambiando las rutinas. Ahora solo quedan los cuchillos.
Duermo hasta tarde porque ya no hay nada que hacer. Sueño que me despierta el ruido de un motor y que alguien llega, pero nunca sucede así. Estamos solos. Entro en la cocina y ahí está ella, con su ritual. Hago café. Le pregunto si quiere una taza. No responde. O eso creo. A veces me parece que ha ideado un código para comunicarse conmigo mientras afila los cuchillos. Si desliza el filo una vez significa sí. Si lo desliza dos veces seguidas significa no. O algo así. De todos modos, siempre le dejo una taza de café sobre el banco de la cocina. Salgo al porche de la cabaña. Todavía hace frío y me enfundo en una manta. Parezco el superviviente de algo horrible, un accidente o un naufragio. La ocurrencia me hace gracia y sostengo la taza con las dos manos. Quiero decírselo a ella, compartir esa imagen, imitar a un pobre chico asustado que tiembla, pero está demasiado lejos.
Algunos días alargo el momento del café con un libro. Temo el día en el que se me acaben las lecturas, porque solo están abiertos los supermercados y las farmacias, y deba adquirir una de esas novelas horribles del estante giratorio del súper. Leo sin demasiada concentración. A veces solo me siento a esperar con el libro abierto sobre las rodillas. Aguardo la llegada de una abubilla que picotea la tierra de la explanada frente a la cabaña. Se mueve en pequeños saltos y hunde su pico de vez en cuando. Pierdo la noción del tiempo intentando establecer un patrón en su trasiego. Líneas geométricas con un mensaje oculto. Me asombra la combinación de colores de su plumaje, el canela oscuro del pecho y el listado negro y blanco de las alas y la cola, y el penacho de la cabeza, como una cresta de plumas en abanico que abre y cierra a su antojo. Al principio del fin del mundo ella también salió a verla. Me dijo que en su lugar de origen la llamaban paput y que era extraño que estuviese allí porque son aves migratorias. Le dije que a lo mejor ella también estaba confinada. Reímos y nuestra risa llenó la explanada y la abubilla levantó el vuelo.
Después del café y el libro y la observación de los pájaros, intento escribir algo. Cuando vi la cabaña pensé que sería un lugar ideal para recuperar la inspiración. Le había contado a ella que era escritor y que acaba de publicar una novela. No le conté que apenas vendería un centenar de ejemplares. Publicar un libro ya no tiene mérito. Se limitó a mirarme igual que si le hubiese contado que montaba en bici, como si me estuviese pidiendo que lo demostrase. Por eso abro la libreta de notas y garabateo frases sin sentido, para no faltar a mi palabra, para no quedar como un idiota.
Es difícil no escribir sobre lo que está pasando. Millones de personas encerradas en sus casas a la espera de no se sabe qué. El ánimo hace equilibrismos sobre una cuerda sostenida por la melancolía y el horror. En menos de un segundo se pasa de la esperanza en un mundo mejor a la certeza apocalíptica. Y vuelta a empezar.
A media mañana hago la compra. Solo los días que hay que reponer las provisiones. Voy al supermercado como si fuese a la guerra. Visto una ropa que he reservado en exclusiva para ese menester. Cuando regreso, la tiendo lejos de la cabaña, en una cuerda que he tensado entre dos árboles. Me desnudo y me ducho. Luego lavo cada uno de los productos que he comprado y los guardo en la nevera o en la despensa. Ella suele interrumpir su actividad con los cuchillos para comprobar que no falte nada de la lista. Luego cocinamos.
En realidad, es ella quien cocina. Yo le acompaño y charlamos. Los cuchillos están dispuestos de mayor a menor sobre la bancada, perfectamente alineados. Si no fuese por esa exposición de filos, su ritual de las mañanas parecería algo que no ha ocurrido en el mundo real, como un sueño, o la escena de una película lejana.
—¿Qué tal en el súper? —pregunta ella.
—Como siempre —digo—. Como siempre de ahora, no de antes del fin del mundo.
Ella sonríe. A pesar de todo sigue haciéndonos gracia.
—Todos parecen más guapos.
—¿Qué?
—Con la mascarilla —añado.
—Eso es por los ojos —dice.
—¿Los ojos?
—No conozco a casi nadie que no tenga los ojos bonitos —dice—. Las narices y las bocas son otra cosa.
—Supongo que cuando esto termine costará reconocernos —digo.
—O nos llevaremos una gran decepción.
Estoy a punto de preguntarle si se refiere a cómo quedará el mundo o a los millones de bocas y narices que saldrán a la luz.
Me pide que ponga agua a hervir, o que unte de mantequilla una sartén, o que bata unos huevos. Nunca me deja cortar nada. Los cuchillos los reserva para ella. Cocina muy bien. Es una suerte. Los dos tenemos muy interiorizada la idea de que la buena alimentación es sinónimo de salud. Imagino que es por nuestras abuelas. Al menos la mía estaba convencida de que nadie podía estar enfermo mientras no perdiese al apetito. Yo soy de la generación del hambre, decía. Me pregunto cómo hubiera vivido mi abuela esta locura.
Ella programa el menú de toda la semana sin consultarme. Hace la lista de la compra. Yo me limito a conseguir los ingredientes. Me gusta la sorpresa, y me gusta jugar a adivinar qué receta preparará según los productos que voy introduciendo en el carrito.
—¿Por qué no has usado el coche hoy? —pregunta.
—¿El coche?
—Para ir al súper —dice.
—Había poco que comprar —digo—. Pensé que era una buena idea llegar al pueblo atravesando los campos.
—¿Y lo ha sido?
—Supongo que sí.
No le explico que el motivo real era otro: pasar más tiempo lejos de la cabaña y de ese ruido metálico que hace al afilar los cuchillos.
—¿Has encontrado alguna granja?
—¿Qué?
—Una granja —insiste—. O una casa de campo con animales.
—No lo sé.
—Quiero un conejo —dice—. Para cocinar.
—Puedo comprarlo en el supermercado, la próxima vez.
—No —dice—. Prefiero que esté vivo.
Siento frío por la espalda, como si ella hubiese deslizado la punta de uno de sus cuchillos por mi piel. Pienso otra vez en mi abuela. Cada sábado por la tarde mataba y desollaba un conejo para el guiso del domingo. Recuerdo que le rebanaba el cuello para desangrarlo y que luego con esa sangre hacía pelotas de carne. Colgaba al animal por las patas traseras de una de las vigas del cobertizo. Lo despellejaba y lo destripaba. Había una cierta violencia en todos sus gestos, cuando tiraba con fuerza de la piel, sobre todo. En el suelo de cemento quedaba un charco de sangre. Mi abuela echaba agua con lejía y la sangre hervía. De la viga quedaban colgando las patas, como dos amuletos solitarios, atadas a una cuerda de pita. Aquella imagen me gustaba, y el olor a sangre y lejía. Yo me sentaba en el escalón de la entrada del cobertizo a observar todo aquel ritual, toda aquella ceremonia, que comenzaba cuando mi abuela me llamaba y me pedía que golpease con fuerza la nuca del conejo, para dejarlo inconsciente. Lo hacía como si me estuviese ofreciendo algo valioso, algo con lo que se suponía supone que me divertía: un niño de apenas diez años aturdiendo a un animal indefenso para que no sufriese en el momento de degollarlo. Fue mi primer acto de violencia. Y de misericordia.
Después de comer ella ve las noticias mientras friego los platos y limpio la cocina. Yo suelo verlas por la noche. En la sobremesa comentamos cómo va el mundo y la pandemia y esta locura inesperada que nos ha tocado vivir. Todos los días hacemos el amor, como si el sexo fuese la verdadera razón que nos ha traído hasta aquí, o como si fuese un deber ineludible antes de que se acabe el mundo. Damos largos paseos alrededor de la cabaña, a menudo en silencio. Es una suerte contar con tanto espacio. Antes de dormir leemos un poco o vemos una película. A la mañana siguiente todo vuelve a repetirse: los cuchillos, el trance, el miedo, la abubilla, el café.
El fin del mundo nos sorprendió de viaje. Nos habíamos conocido en la exposición de un amigo común, tan solo unas semanas antes. A ninguno de los dos nos gustó la serie de pinturas sobre el desierto. A ella le parecían demasiado tristes, a mí demasiado imprecisas. Tuvimos una conversación banal, pero animada, delante de un cuadro que intentaba recrear el paisaje de Sonora. Su risa y sus ojos me parecieron deliciosos, y aquella piel tan blanca a la que no estaba acostumbrado. Se me antojó un corderito indefenso al que quieres agarrar en brazos. A ella le fascinó que hubiese crecido cerca de un desierto. Me preguntó si había visto algún chamán. Lo dijo como si fuesen seres mitológicos que poblasen la tierra árida donde me crié. Me maravilló su inocencia. Le dije que, más que chamanes, lo que podía encontrar en el desierto eran coyotes. Después de la exposición quedamos en varias ocasiones. Fuimos al cine y a cenar y a tomar unas copas, inconscientes de que todo aquello que hacíamos de forma cotidiana desaparecería en pocas semanas. Planeamos el viaje para conocernos mejor. A fondo, dijo. Ella quería enseñarme los montes y las diferentes tonalidades que puede alcanzar el verde de la vegetación, en contraste con el desierto. Lo hacía como si yo fuese un salvaje al que alguien le muestra por primera vez el agua corriente. Nos hospedábamos en pensiones humildes que íbamos encontrando en el recorrido de aquellas aldeas y pueblos del norte. Cuando estalló todo y llegaron las prohibiciones y la imposibilidad de volver, decidimos alquilar la cabaña, convencidos de que solo sería cosa de una semana. Nos reímos al ver los estantes vacíos del supermercado y la gente peleándose por un rollo de papel higiénico. Ella dijo que aquello era el fin del mundo. Me acordé de todas esas películas en las que la población, alarmada, agota las existencias de los supermercados para llenar sus búnkeres. El fin del mundo, repitió con una sonrisa, para que entendiese lo que quería decir.
—¿Es bonito?
—¿Qué?
—El camino al pueblo —dice.
Balanceo la cabeza a uno y otro lado dudando.
—Solo es otro tipo de desierto.
Le explico que he bordeado los terrenos habitados, las casas, las cabañas, los caseríos.
—¿No había nadie?
—Imagino que sí —digo—. He procurado no acercarme mucho.
—Es un poco inquietante, ¿no te parece?
Me encojo de hombros.
—Ha sido como una mañana de domingo después de una fiesta.
—¿Una mañana de domingo?
—Sí —digo—. Te despiertas pronto. Todo el mundo duerme. Solo hay silencio.
—¿Igual que uno de esos sueños en los que caminas por la calle y la gente ha desaparecido?
—Sí —respondo—. Pero sin la angustia. Hasta que un perro me ha salido al paso y ha comenzado a ladrarme amenazante.
—¡A lo mejor te ha confundido con un cartero! —dice.
Ella ríe por la ocurrencia y recuerdo que su risa es uno de los motivos por los que estoy aquí.
Lo que no le cuento es que el perro me ha hecho pensar en una historia, un relato que jamás escribiré porque es imposible escribir sobre lo que está ocurriendo sin ser demasiado cursi o demasiado macabro. En el relato los perros también pueden transmitir el virus. Las autoridades los confinan con sus dueños. No pueden salir de casa, ni siquiera para su paseo diario. Al principio todo va bien. Los perros son inteligentes y se adaptan. Algunos dueños, sin embargo, no son capaces de enseñar a los perros dónde deben descargar sus heces. Dicen que las mascotas se parecen a sus amos. La convivencia con el animal se torna incómoda. Insoportable en algunos casos. Empiezan a abandonarlos. Los perros vuelven a las calles donde vivían y ladran hacia los balcones. Algunos vecinos increpan a los dueños. Les insultan y les amenazan con denunciarlos, pero nadie sale de sus casas. Cuando los perros se cansan y desaparecen definitivamente, todos se olvidan del tema. Pronto se convierte en una costumbre. En los países en los que para tener perro debes pedir una serie de permisos y reunir unos requisitos determinados y pagar impuestos, no ocurre lo mismo. Pero aquí, que cualquier descerebrado puede tener perro, las calles se llenan de manadas. Los animales se organizan y se convierten en verdaderas jaurías que aterrorizan a la población. Están hambrientos. Dejan de ser mascotas y recuperan su propia naturaleza animal.
Me pregunto si esta locura que ha alterado nuestra forma de vida, la de todo el planeta, va de eso, de lo mismo que mi relato, de recuperar la esencia de cada uno.
—¿Me has traído lo que te pedí?
—¿La pasta de trufa? —pregunto—. Sí. ¿Vas a hacer risotto?
—No —dice—. Tortilla trufada con queso.
Sonrío como signo de aprobación. Ella me pide que bata unos huevos. Elige uno de los cuchillos dispuestos ordenadamente sobre la bancada y empieza a cortar el queso. Se detiene y me mira como si hubiese recordado algo importante.
—Hoy se me ha ocurrido una tontería. ¿Quieres que te la cuente?
—Claro —digo.
—He pensado que somos como esos concursantes de televisión —dice—. Dos desconocidos forzados a convivir.
—Es una forma de verlo —digo.
—He pensado que esos programas tienen mucha audiencia y que, igual que nosotros, por ahí debe de haber muchas parejas que se han visto obligadas a encerrarse en una misma casa. Si las cadenas de televisión enviasen cámaras a toda esa gente y conectasen en directo y mostrasen su vida cotidiana, sería un verdadero éxito.
—Supongo que sí.
Los dos reímos. Le digo que es una buena idea. Lo que no le digo es que casi seguro los espectadores la llamarían la loca de los cuchillos. Pienso en qué imagen daría yo y me siento patético.
—Quiero preguntarte algo —dice—. Si no estuvieras aquí, quiero decir si la pandemia te hubiese sorprendido en otro momento, si no nos hubiésemos conocido, ¿dónde estarías?
—No sabría decirte.
—¿Qué estarías haciendo en estos momentos?
Dejo de batir los huevos y miro por la ventana. Ha oscurecido tanto que es difícil distinguir las copas de los árboles del azul oscuro del cielo. Me doy cuenta de que, a pesar de todo, de los cuchillos y del miedo, es allí donde quiero estar, con ella. Mi descubrimiento me llena de una extraña felicidad. Quiero decirle que no cambiaría aquello por nada del mundo. Pero un grito me detiene. Ella se ha cortado. Parece algo superficial, aunque el queso está cubierto de gotas de sangre. Me acerco a ella alarmado. Le agarro el dedo y me lo llevo a la boca. Chupo la sangre de la herida como hacía mi madre conmigo. Está sorprendida por mi reacción, pero se le nota feliz. Sonríe.
—Creo que ya está —dice—. Se ha acabado.
Mira hacia los filos y no sé si refiere al corte de su dedo o a los cuchillos y la piedra y el ritual de cada mañana. Yo también sonrío y decido que al día siguiente la invitaré a ver conmigo la rutina de la abubilla. Ella me muestra de nuevo el índice de su mano izquierda. Una minúscula gota de sangre brota de la incisión. Me acuerdo de un cuento de García Márquez que también iba de una herida en un dedo y de un rastro de sangre en la nieve y de dos personas que se amaban. Pienso que luego se lo contaré. Ahora no. Ahora vuelvo a llevarme su dedo a la boca y ella vuelve a sonreír.
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