El análisis político de actualidad, el de plató convertido en salón de té, se empeña, tropezando una y otra vez, en calificar de humanitaria una guerra o una tragedia. Uno se pregunta, con alarmada y verdadera ingenuidad, en qué remoto y paralelo universo podría ser humanitaria una guerra, en qué distante y extravagante planeta podría considerarse humanitario un conflicto bélico o un genocidio. A falta, parece ser, de otros adjetivos más rotundos, existe una contumacia pueril, un erre que erre en manosear este pobre y desacertado calificativo, cuyo objeto, únicamente, es describir bondades y reflejar la solidaridad del prójimo.
Pero más allá de los cómodos estudios de televisión, y al margen de esta insignificante observación —perpetrada por un necio—, mucho más allá del terreno ajardinado y las bandejas cromadas de obscenos canapés, hay profesionales de abrumadora valía que pisan, sin levantar tanto revuelo mediático, no la suave moqueta del estudio, sino el auténtico suelo minado. Habría que romper no una sino quinientas lanzas por el desempeño heroico de un linaje, de una estirpe elevada de seres humanos que, en nombre de una profesión que ellos entienden como inviolable modo de vida, nos acercan la realidad de los avisperos políticos más agitados y nos muestran los detalles, desprovistos de disfraz, de los lugares más conflictivos del mundo: los corresponsales de guerra. Son periodistas de vocación que sonrojan a los que, atrincherados en el privilegio de una vida confortable, atisbamos con cierta y fastidiosa perplejidad, a una muy prudente distancia, la destrucción de los más valiosos y elementales derechos humanos.
Jugarse la vida por contar la verdad. Jugarse la vida por referir las particularidades de una guerra, que se está desarrollando mientras usted pasa la aspiradora, y al tiempo que una legión de imbéciles juegan a ser periodistas desde el cuarto que ocupan en el hogar sobreprotegido de papá y mamá, frente al ordenador que pagaron papá y mamá. Es este un mundo esperanzador gracias a esos héroes de la verdad, que desmenuzan la rutina de unos intrincados espacios donde pretenden campar libremente la alevosía y la mendacidad de los sátrapas: más que el caballo de Espartero. El horror de la tragedia humana —que no humanitaria—, la terrorífica realidad desempolvada y exhibida al resto del mundo por estos reporteros de raza sin el estúpido filtro artificial de una mimada red social. Imagine usted que después de quejarse en el desayuno —porque esa mermelada no es la que tanto le gusta, sino un odioso sucedáneo— tuviese que dirigirse al trabajo desconociendo si al desplomarse la noche continuará o no con vida. Imagine usted que esta espeluznante e insoportable contingencia se repitiese cada día. Que el final de su vida pudiera hallarse tan cerca solo por amar tan profundamente una profesión. Imagine usted algo así, si puede.
Es este un mundo más nítido, menos opaco y probablemente más seguro: ay, qué testigo tan incómodo para el repugnante sátrapa es el corresponsal, qué no haría sin su mirada vigilante. Un mundo en que poder sentirnos orgullosos del trabajo de estos reporteros de guerra, de estas personas de tan inmenso relieve.
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