Qué verdadera y demoledora tristeza es no tener nada que hacer en la vida. Qué profundo acobardamiento se experimenta al abrir los ojos, cada mañana, y quedarse uno mirando el espantoso armario ropero sin saber muy bien adónde dirigir los pasos. Qué verdadera y demoledora sensación de desamparo la de no encontrar un objetivo que perseguir en la vida. Pocas cosas tan escalofriantes, debemos admitir sin reparos, como vislumbrar, más allá de la ventana, un horizonte vacío.
Es costumbre fantasear, quién no se ha dejado llevar alguna vez, con el cobro de un abultado premio de la lotería. Como primera opción en nuestro ensueño, para disfrutar del pelotazo, aparece invariablemente el viaje, el viaje de nuestra vida, el viaje tan anhelado, ese viaje que haríamos si nos sacudiera en los morros el zambombazo de una primitiva. Un viaje que, a lo sumo, nos conduciría dos o tres semanas a lo largo y ancho del globo terráqueo. Ahora bien, una vez completado el periplo, y después de haber discutido durante esas dos o tres idílicas semanas con nuestra pareja —¿qué otra cosa se hace en un viaje sino discutir empecinadamente?—, una vez finalizada la ansiada travesía, decíamos, ¿qué haremos al regresar? ¿Qué ocurrirá después de deshacer las maletas y embutir nuestras miserias en la lavadora? ¿Cómo administrar todo ese denso y enfangado tiempo de ocio que sucede al cobro de una suculenta lotería? Ah, amigo, observe usted que tal minucia no es precisamente moco de pavo. Se planea la excursión, la precipitada compra de un flamante coche nuevo, la visita, cargado de sonrisas, a la fastuosa marisquería —que no falte de nada, José Luis, trae más vino—, pero se evita contemplar, se elude reflexionar, como si de una peste se tratara, sobre ese vacío existencial que irremediablemente surgirá cuando el cava se apure y concluyan las celebraciones.
Pocas cosas existen tan desoladoras, también, como agotar los años de vida laboral y quedar uno de brazos cruzados, sin absolutamente nada que hacer, sin una meta visible que perseguir. Qué hacer entonces, cómo lidiar con las extensas horas que se acumulan en la negra barriga del reloj, en su esfera preñada de pesadumbre. Cómo combatir esa insoportable apatía, ese siniestro y grisáceo páramo de abandono y desgana, esa horrible falta de actividad, de motivación. Cuántas veces hemos deplorado la rutina, el concepto mecánico y fastidioso de rutina, y qué deliciosa nostalgia nos invade ahora cuando pensamos en ella. Qué amarga melancolía nos recorre la espalda con dedos crispados al percibir el inmenso vacío, la infranqueable espesura de los días idénticos e interminables, y cómo añoramos hoy el horario, las prisas, el trabajo por hacer, el abrazo cotidiano de la rutina, el sentirnos útiles abordando algún propósito.
Aquel pernicioso estrés, que ayer tanto menoscababa nuestro ánimo, que llegó incluso a deteriorar nuestra salud, hoy lo ensalzamos, ay, confesémoslo de una vez, como fresca y primorosa lluvia en tiempos de sequía.
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