Cuando aparece en nuestras vidas la enfermedad, se ensombrece el horizonte. Cuando, como un cántaro de agua helada, se nos derrama encima esta cruel e indiscriminadora enfermedad, cuando asoma sus garras en el manso recodo del camino, resulta difícil diseñar un plan. Cómo prepararse para combatir con éxito los estragos, cómo lograr que el corazón se mantenga en su puesto de centinela sin claudicar, cómo apuntalar la serenidad, la sensatez, cómo conservar la sonrisa, cómo conseguir que las manos no tiemblen, o que el espíritu no acabe arramblado por el torrente de amargura. Los mayores, nuestros mayores, encadenados invisiblemente a un tren fantasmal y abominable, se alejan de nosotros poco a poco, se distancian gradualmente de la realidad brumosa que los rodea. En ocasiones, en un chispazo de consciente cordura, nos miran con fijeza a través de las ventanas abiertas de los vagones, e iluminan el paisaje fugazmente con una bondadosa y bellísima sonrisa, y después, como si obedecieran a la llamada de un deber urgente e inaplazable, retoman su viaje, y el mudo traqueteo de ese tren espectral desacompasa con violencia los latidos de nuestro corazón.
Con el transcurso de las jornadas, una densa melancolía nos envuelve en su tibio abrazo, y no hay forma de encontrar consuelo en las tareas cotidianas. De repente, en mitad de la calma, sin ningún motivo, surge una feroz disputa, un insulto gratuito y despiadado, un enfrentamiento inmerecido, donde solo hay un púgil, debilitado y confuso, con el rostro enmarcado por las sutiles y serpeantes orillas de una vasta playa, bañada por el océano del doloroso paso del tiempo; un adversario de amado semblante, ya marchito, colmado de finísimas arrugas. A veces, el conflicto resulta cómico, tan cómico, tan grotesco en su pintoresca vulgaridad, que uno tiene que huir y enjugarse las lágrimas, a oscuras, en la habitación de la plancha. La lluvia, cuando humedece las calles, se arremolina en torno al llanto vertido y arrastra junto a él las huellas de un pueril resentimiento que, hasta ayer, se mostraban impresas en la superficie. Uno se pregunta, con inmensa aflicción, cuál fue el delito cometido por estos ancianos que hoy son arrebatados en vida de su entorno familiar. Los mayores son el precioso recipiente que contiene enternecedoras anécdotas, innumerables recuerdos convertidos en tesoros, los valiosos vestigios no solo de sus propias vidas, sino de la existencia de sus antepasados. La enfermedad terrible e implacable ha sellado este recipiente, esta cajita maravillosa de alhajas, con un cerrojo acerado e injusto.
Nuestros mayores, que velaron por nosotros, que se desvivieron por sus hijos, por sus nietos, hoy arrumbados en una crujiente mecedora, gesticulan inocentemente mientras contemplan un indefinible punto en el espacio. Se nos desgarra profundamente el alma al percibir que, para ellos, no somos ahora más que una difusa silueta, una sombra que cruza inofensivamente la estancia, una tenue brisa que apenas logra acariciarlos. Es esta la sentencia cruel de un mundo aparentemente inhumano que condena a algunas personas, al final de su larga vida, a transitar el sendero encenagado y laberíntico del más desolador olvido.
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