En algún momento de nuestras confortables vidas, entre café y café, entre sabroso solomillo e insípida col de Bruselas, en esos tiempos muertos de holgazanería intelectual, de fatigas espirituales, y sin que pudiéramos reparar racionalmente en ello, el curioso antropólogo que todos llevamos dentro ha asomado el pescuezo, abriéndose camino a codazos, y, arrogándose la descomunal virtud de una perspicacia infinita, se ha aventurado a examinar a ese personaje cargado de simbolismo y exquisita mala baba que corretea incansable por los pasillos tortuosos de esta sociedad. Por los pasillos tortuosos y recién fregados, podría decirse. Y no deja de asombrarse, ese íntimo antropólogo nuestro, por más que se empeñe en indagar asépticamente —tratando de evitar que la emoción y el prejuicio lo arrastren—, al observar escrupulosamente la idiosincrasia de este espécimen paradigmático, tan singular, tan preñado de aristas, tan siniestro, tan extraordinario: la suegra.
Cómo no lucirá de afilado y penetrante el colmillo de la suegra, nos preguntamos, cuál no será la causticidad de su veneno, que aterrorizadas —pobres animales— huyen de ella hasta las serpientes. Se han dado casos de culebras temibles que se tendieron, suplicantes y llorosas, murmurando un Padre Nuestro, en los raíles de la vía férrea. De haberse hallado una suegra en aquel sagrado jardín, la manzana se habría podrido en el árbol, y el cuento habría concluido antes de comenzar. Cuál no será la perversión ceñuda de este protervo sujeto, que ha llegado a provocar acidez de estómago y terribles sudores fríos al mismísimo y entrañable diablo: lo encontramos, al abatido demonio, levantando repetidas veces la copa de orujo en un sombrío rincón de la barra, con la mirada extraviada, con el ánimo menguado, y sentimos una humana compasión.
La innata y corrosiva maldad de la suegra podríamos achacarla indudablemente al monstruo acechante de los negros celos. Ay, ese flexible e invisible cordón umbilical, infrangible vínculo entre madre e hijo, que resiste los fieros mordiscos del tiempo, que soporta incólume las dentelladas violentas e inútiles de la sensatez. Ay, esa contumacia en trazar de antemano y a su capricho el sendero del retoño, porfiando día y noche en orientar los pasos de la criatura; esa terquedad maliciosa en significar puntualmente las torpezas del yerno y los errores abultados de la nuera —la nuera, rival por antonomasia y excelencia, origen de todos los pesares, fuente de insoportable amargura—. Ay, esa inevitable y puñetera obstinación, ajena de todo punto al sentido común, por enarbolar constantemente la bandera de la propiedad sentimental, de los privilegios maternos, de las retribuciones vitalicias.
Si nos permiten ustedes la traviesa equiparación, si nos toleran esta trampa inocente con carácter de apostilla, diremos que la suegra y el hijo podrían compararse con el gobernante y su gobierno, y el líder de la oposición —apuntalemos la tesis— con la nuera. Sentenciamos, pues, consientan ustedes esta picardía, que la saña con que se conduce la suegra es, admírese, el celo alevoso del gobernante por mantenerse perpetuamente en el poder. La mala baba de aquélla, el envilecimiento de éste.
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