Es incómodo y realmente inoportuno fijar la mirada en esas personas que, por una u otra razón, por una u otra desgracia, se arrastran hoy por la vida con acartonada melancolía, con el corazón y los sueños desgarrados. Es embarazoso, por cierto, hacerlo precisamente en estos días de abrumador exceso, de compras y de compulsión, de generosas y amplias sonrisas, de innecesarios regalos y de sistemático derroche de alimentos. Pero convendría, aunque solo fuera por respeto y por humana dignidad, aunque solo fuese por abstraernos brevemente de ese abultado modo de vida insustancial que en nada nos enriquece —y que jamás lo hará—, dedicar un instante a esas personas que tienen de menos, que tienen tanto de menos.
Los pobres lo son todo el año. Son pobres a jornada completa. Son pobres cuando usted los ve en la calle y cuando usted deja de verlos. Sus ilusiones, a las que todavía se abrazan, tan enflaquecidas como ellos, permanecerán ahí por mucho que apartemos aprensivamente la mirada. La miseria no tiene tregua y sus orillas son gruesas. Es difícil franquear el umbral del pozo de una sola zancada. Se le astilla a uno el alma al descubrir que en Nochebuena, en un hogar, y porque este año ha habido suerte, el plato principal es una tortilla de patatas. Los niños la devoran en tres bocados, con una sonrisa bordada en el rostro. Los padres no cenan, no alcanza para todos, pero con la alegría de los niños están servidos, con la felicidad de las criaturas tienen alimento para una semana.
Siéntese usted a disfrutar con los suyos de una merecida cena navideña. Se lo ha ganado. Las largas horas de trabajo, los sacrificios, los malabares pandémicos, la manga y el hombro, la nómina estirada como un chicle. Siéntese con los suyos y brinde, entre montañas de vieiras y langostinos cocidos, por el porvenir, por el éxito futuro. Convendría, no obstante, dedicar un minuto, aun fugaz, si no es molestia, a esas personas que no tienen nada. Aunque solo fuera por humana consideración. No se atormente por el agrio pellizco de la conciencia, pues nadie le atribuye culpa alguna: usted mañana seguirá teniendo y ellos seguirán sin tener. Los pobres de hoy seguirán siendo pobres mañana.
Lo que cuenta es el calor humano, la salud de los que nos rodean, la sonrisa sincera y cálida, el apretón de manos cordial. Y un carajo como una catedral. Son principios de manual, de primero de filantropía, frases con que adornar el vientre de una taza o que publicar efímeramente en las redes sociales, que están convirtiendo a la masa adocenada en títeres de podrida madera. Un ojo en las visitas del story y otro en los precios del percebe. A quién le importa el vértigo pasajero en las entrañas, quién se desvela con el chirrido molesto y estridente de la alarma, la que nos previene del despilfarro: hoy centollo, y mañana ya veremos qué se pone en la mesa. No se trata de vivir a todo tren, se trata de encuadrar bien la foto.
Convendría, aunque solo fuese por vergüenza, aunque solo fuera por descarnado pudor, reparar un instante en ese niño, en ese angelito precariamente abrigado que come una vez al día y juega aún con el viejo muñeco de otras Navidades, ya lejanas.
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